-Nada te cuesta, hijo, ir a Pochutla, a comprarme soyamiche para que tenga algo en qué distraerme en la soledad de mi tumba.
Me dijo mi madre. Comprendí que no hay pasatiempo más interesante que contarle las semillas al soyamiche, una vez que no se puede hacer otra cosa. Lo prometido es deuda, y con el resto de mis ahorros la emprendí para Pochutla después de lidiar con Chino Raspa por el cambio de un boleto de a tostón.
Aquí voy aparejándome a un tal Juan Despreciado que no se si es mi sobrino o sobrina, pero que lleva la misma ruta que yo, un servidor de ustedes, o sea Mundo Maya.
Pedro Páramelo se desahució a sí mismo cuando Sanjuana Susán se largó pa’ la finca, ya muy perturbada de sus facultades corporales para contagiar con ellas al susodicho. Este le dijo:
-Quédate Sanjuana, tu presencia me hace falta, no permitas que el ahora me separe así de ti.
Calló cuando se dio cuenta que estaba incurriendo en el plagio de una canción de los Joao, y remató:
-Como quiera quédate, a mí ya no me vuela el papalote ni con papel cebolla.
Pero Sanjuana tomó camino del monte y hay quienes dicen que la ven por Pluma o por Piñas, vendiendo jugo de betabel a los confundidos campiranos. En tanto Pedro Páramelo agarró por comisión una hamaca, y desde ahí expulsa el aire de los frijoles que es lo único que admite comer desde que supo que la Sanjuana anda vendiendo por otros rumbos jugos y berenjenas a la marinera.
-¿Pedro Páramelo? – dijo Juan Despreciado- él también es mi padre.
Hice por buscarle la cara para comprobar la veracidad de lo dicho, pero el tal Despreciado tenía lisa la jeta, como la tienen los medio-pescados que nadie apaña en los trasmallos a la deriva. Aquí los dejo mientras sigo al tal Despreciado al lugar donde venden el soyamiche, y de paso al sitio donde el susodicho Pedro Páramelo nos sacó de su cuajada.
Eduviajes Dada amagó con poncharse ella sola el hongo sino paraba yo de preguntarle por mi padre, un tal Pedro Páramelo, a quien ella, como toda mujer en edad de perecer le permitió que su hálito le diera por la nuca, como el terral acosa la roca que se halla a una milla en el mar de los expoliados.
-Ya deja de jorobar con ese mañoso de Páramelo, que ni con un almud de maíz me
cumplió. Ahí me tienes como loca alimentando su pollo, desplumado y con viruela, moquiento y griposo como nene destetado.
-A mi me vienen guangos esos pormenores- le dije- lo único que necesito es que me regale unos soyamiches para cumplirle a mi mamá en su lecho de muerte con uno, los demás me los jambo yo con su respectivo plato de sopa de yerbamora.
Eduviajes, mamona como era, me zampó el morillo de cáñamo y expresó con su planta de arrecha genuina:
-Mira, maldito chilpayate- pónchate de volada, si quieres ver a tu padre en el polvo de la flacucha. Por si no lo has notado, a todos ya nos cargó la verguilla, y tú vienes, con tus modos de cobrador de Coppel, a joder con la misma vaina, que si tu padre por aquí. que sí tu padre por allá.
Y lo vi. A mi padre. Estaba trasegando la hierba en el contorno de una palmera curiosa. Esbelta y donosa aquella palma, más semejante a las de ornato que a las que producen algún bien para techar las ramadas o para saciar la sed e incluso el hambre. No me pareció un hombre extraordinario; por su apariencia, era como cualquier jornalero de la comarca, un tanto tímido, pero más rústico. Después que le expuse mis razones para buscarlo, me miró displicente, y hasta mohíno. Con su mirada seca me mostró el cogollo que asomaba sobre la penca de una de las palmas, lo torció y tronchó hasta tener en su mano el soyamiche mentado; repitió la acción en otras palmas hasta completar media docena de aquellos cogollos comestibles tan apreciados por la gente de nuestra zona.
Improvisé con mi playera un contenedor para cargar con mis soyamiches; antes de que terminara la tarde llegué con ellos a casa de mi madre, quien me miró con asombro y también con un poco de sorpresa.
-¿Lo viste? -Alcanzó a preguntarme mi madre un tanto inquieta.
-Por supuesto, -respondí atolondrado -nada especial, un hombre como cualquiera, entre miles. Entrecerró los ojos y alargó la mano para recibir el soyamiche que, en especial, traje para ella.
-Ya me puedo morir tranquila, lo viste y es suficiente.
Fue todo lo que dijo, las sombras de la noche cubrieron el cuarto modesto de mi madre, apretando la oscuridad circundante. Tomé el resto de los frutos de la palmita y me eché a andar sin rumbo por esas sendas, a veces anchas a veces angostas, que recorremos obligadamente una vez que todo llega a su fin, y el descanso del cuerpo da paso a los trabajos del espíritu.
Fer Amaya