César Rito Salinas
Los comienzos son singulares, se remontan a una cama de latón y una sábana poblada de remiendos.
Un hombre furioso cuenta una historia: he ahí el asunto de un libro.
Porque no es suficiente que un hombre cuente la historia; es necesario que ese hombre esté furioso, y, que haya una constante relación entre su cólera y la historia narrada.
Este es el planteamiento, la furia y la narratología posible (la retroactividad del sujeto que tanto tentó a André Gide).
Abyme
Mi padre dio su alta en la Armada de México a los trece años, de oficio maestro pailero en la Escala de Mar.
Mi abuelo Juan navegó los mares del antepuerto con su panga, la red de cerco, el chinchorro; nunca fue más allá de las olas mansas.
¿Cómo se llamaba la Panga de mi abuelo Juan? Morenita Linda sería un buen nombre para el bote de un pescador inmóvil aunque bien pudo llevar unas letras pintadas de cualquier forma junto a la proa: Esperanza.
Mi abuelo interrumpía el sueño de mi padre, que dormía con hambre a la escasa edad de ocho años y era obligado a cargar los remos desde Las Galeras del Ferrocarril, nuestra colonia, a la playa.
Mi tía Josefa vendía atole en casa, hervía maíz en la madrugada. La tía Natalia vendía frutas en el mercado del puerto, que abría sus puertas a las tres de la mañana.
Yo soy desertor. Estudié en la Escuela Secundaria Técnica Pesquera 20, en Playa Abierta, colonia San Juan.
Al mediodía llegaba al mercado Ignacio Zaragoza a ver a mi tía Natalia, ella amorosa me daba algunas monedas para mis primeras cervezas en La Zona fría, donde bebió mi padre.
Quizá la furia que habita al narrador y su escritura provenga del saber que todo sentido de la escritura parta de los muertos, el diálogo con los finados.