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viernes, noviembre 22, 2024

La pequeña muerte

Reportajes

César Rito Salinas

Los borrachos tienen amigos por todas partes de la colonia.
Cuando son levantados por la policía municipal los vecinos salen a defenderlos.
Abogan por ellos para que no sean conducidos a los separos. Cuando los amigos de los borrachos se enteran que alguien denunció a los que ingieren alcohol con la autoridad increpan con violencia y dureza.
Los borrachos son parte de la escenografía del barrio, fundan el recuerdo memorable.
Aunque muchos no quieran reconocer, son útiles. Sirven para algo. Mientras beben sus largos tragos de mezcal todo lo observan y todo lo registran, como si fueran puntuales escritores de lo cotidiano. La gente sabe que son los vigilantes populares de las casas de la colonia. Aunque no lo parezca en su embriaguez vigilan predios y propiedades. Con las muchas horas que pasan en la calle saben a la perfección del movimiento de personas, almas y objetos. En la madrugada perciben a los malos vecinos que dejan regarse el agua de los tinacos. Los borrachos reprueban que se desperdicie el líquido y señalan al infractor. Conocen a la perfección a todos los niños que habitan las calles de la colonia.
Madre, de grande quiero ser borracho. Cuando descubren a un merodeador por las calles, lo delatan. Los ebrios tienen esa debilidad, son delatores. Quizá lo hagan para recibir la aceptación de la comunidad, algún reconocimiento, un alcohol. Con el apoyo de la banda de los borrachos nunca llegó a registrarse algún caso de robo de infantes en las calles de la colonia Presidente Juárez, allá en San Martín por la Secundaria, a pesar de que corren tiempos difíciles para la ciudad y para la nación. Cuando en esas calles se intentaron instalar los vendedores al menudeo de cocaína, los ebrios consuetudinarios los delataron ante las mismas autoridades. En sus actos son, de alguna manera, una expresión humana del siglo pasado. Existen con valores comunitarios que les enseñaron sus padres y sus abuelos, existen para agradar a la mayoría. _Soy borracho, no drogadicto. Margarito, en una ocasión, antes de iniciar su caminata matinal diaria, se sentó en la piedra que está junto al huizache. Esperaba que aparecieran sus compañeros de ruta: el ingeniero y el poeta. Esperó por un rato hasta que se detuvo junto a él una camioneta de la policía federal. Descendieron de la unidad los uniformados y uno de ellos le pidió que se incorporara para una revisión. Margarito ya andaba por ese tiempo en las últimas, atacado por la cirrosis. Se incorporo con lentitud y ante la pregunta del oficial de qué hacía en esas horas de la madrugada en la calle, él respondió que salió a caminar y, a su vez, preguntó: ¿Acaso ahora está prohibido caminar?
La gente de la ley cortó cartucho a sus armas. No estaban acostumbrados en tiempos de la guerra contra el crimen organizado a que se le hicieran preguntas, menos un borracho. Volvieron a revisar sus humildes ropas en un ambiente de tensión. En algunas ventanas de las casas vecinas se encendieron las luces. Los hombres armados decidieron subir a su vehículo y marcharse. Toda arbitrariedad de las autoridades se repele con la unidad vecinal, los borrachos bien lo saben. Así se trate de una canallada cometida por la gente del orden contra un ebrio desvalido.
El Poeta salió y después llego el Ingeniero. Caminaron por las calles oscuras con la certeza de que andaban por sus rumbos, con el conocimiento pleno que eran conocidos por los vecinos y por los perros; por la gente de bien y por la gente de mal. Por los que se levantan en la madrugada y llevan el cubo de nixtamal para el molino, antes que en el día se aburra la luz y se levante el olor de la tortilla en el comal, el olor del atole en el fogón. Mucho antes que el arroyo que atraviesa la colonia se pueble del canto de las aves y pasen en la calle principal las adolescentes con el cabello recogido y mojado rumbo a la escuela secundaria.
Estos hombres solos son los encargados de registrar los cambios en la colonia. Con su estancia permanente en las calles saben del día en que parirá la perra. Conocen las andanzas de las niñas que de la noche a la mañana pasan de la inocencia al deseo del amor carnal. Un día las encuentran atoradas en los labios de un adolescente a la sombra del pirú por el arroyo, bajo el puente, con el seno de fuera de la blusa mostrando el pezón rosa que lucha por erguirse sobre esa piel de la que fue hace apenas unos cuantos días, niña. Los adolescentes no se inmutan con la presencia de los ebrios, saben que ellos los cuidan como padres amorosos. Conocen de la fidelidad de los tomadores de mezcal hacia los niños y los adolescentes. Cae la noche de los adolescentes en las calles de la colonia.
En su casa dijeron a su madre que irían a hacer la tarea a la casa de una amiga. Pero la verdad es otra. Las inocentes niñas se dejan abrir la blusa por una mano sin tregua. En su entrepierna sienten que se incendia el callejón, el vado, el arroyo. Los borrachos miran la escena desde la esquina opuesta. Al menor signo de presencias indeseables, la mamá, la policía, inventarán un pleito entre ellos para que la pareja se separe y se escabullan los adolescentes. Mientras tanto permanecerán inmóviles, pegados junto al marro de mezcal y deleitándose con la escena.
Pasa la tarde, llega la noche.
Enfrente de los hombres silentes está el fulgor del mezcal, claro como un sueño feliz. Más allá unos adolescentes se manosean. Ella gime y entreabre los labios ensalivados, deja que la mano insatisfecha vaya de sus nalgas a su sexo sobre la mezclilla de sus pantalones. Pasado un tiempo se marchan. Ella húmeda de sí, con los calzones mojados, impregnada su alma de la oscuridad de la noche y del fulgor de las estrellas. Él, hombre niño, con los huevos adoloridos por tener tantas horas parada la verga sin poder eyacular.

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