César Rito Salinas
Para llevar la contra habrá que apagar las luces y hundir el barco, salir al campo sembrado de tendederos que se agitan frente al rostro de los adolescentes, hacer arder cadáveres en vía pública para que canten a las flores en los cementerios, a las estaciones de los ferrocarriles (la distancia y sus posibles recorridos hacen revoluciones).
Que te nombren las mujeres con los ojos cerrados, todos los meses del año.
Habrá que buscar en la cresta de la ola la sombra de los caballos que galopan tras la luna. Ante la oscuridad que crece sobre los muros hay que iluminar la aldea con el pecho desnudo de las vírgenes que cantan himnos para que venza lo claro sobre lo oscuro en la cabeza de los hombres; dotar de índice los caminos para que termine la fiesta en paz, hasta alcanzar el canto de los gallos.
Que canten himnos las mujeres para que venga la luz sobre las piedras del río y se haga la vida nueva entre nosotros. En la noche de los sicarios la luna huye horrorizada. El llamado de lo claro está en nuestro corazón, pero ahora escribimos para lo oscuro.
La enfermedad sale cuando vomita el enfermo
Carne de Dios, los Niños Santos
Si el enfermo no vomita, vomito yo
El brazo de la mujer, su antebrazo. Toda la mujer es próxima en su antebrazo puesto sobre la ropa negra. Los senos de la mujer crecen en la hora del velorio, los inflama el llanto. Las tijeras de plata cortan el pabilo quemado de los cirios. El gancho de la hamaca interroga por la vida que vendrá al terminar el velorio.
El alba sólo trae ilusión a los gallos.
En la hora del velorio todas las sillas están vacías. En la madrugada repican incansables llamadas telefónicas. El velorio es una escritura donde el autor acierta como perla arrojada al chiquero.
La puerta de la casa no se acostumbra al moño negro.
El gallo canta en la cerca, más tarde será caldo.
La hija del muerto por cirrosis llora la pérdida de su contrincante.
El velorio cabalga, viene como una canción de amor.
El recuerdo anda en ancas de caballo.
La botella recoge los pasos frente al espejo.
El velorio se lleva el canto de los grillos en la madrugada, hondura profunda donde nadie mira. María Sabina come los hongos porque siente bonito, todos los días, durante ocho años. De lo oscuro nos saca el batir de palmas de la reina de la montaña.
Hay diferentes clases de Niños Santos, explica María Sabina, los que brotan del bagazo de la caña; los crecen entre los árboles humedecidos, los que nacen de la tierra húmeda. En la velada palmeo y chiflo, en este tiempo me transformo, tengo el poder para hablar con los espíritus, dice María Sabina.
Así descubrimos un día que la luna nos da la vuelta. Caminamos cuesta abajo sobre narraciones que corren sobre ejes resignados a morir sin recuerdos. Nunca supe qué decir en un velorio. Ni me interesó saberlo. Un día escuché claramente el llanto de un niño en la panadería.
Otro día, en mi recámara, encontré un coche de juguete.
Era todo azul. Las calles de la ciudad están repletas de protestas contra el gobierno. Mi nombre viene en la boleta electoral, yo quisiera aparecer en un acta de defunción del año 1964, agosto, 2. El aguacero de junio sólo deja caspa en el capacete de los autos, sobre el arroyo de las avenidas emergen sapos y ranas que haces retumbar la tierra con su croar antiguo contra mujeres y hombres vestidos de negro.
Las palabras tienen horario. En la aduana los muertos y los vivos tienen el acceso restringido. Las mujeres que van de visita al penal cargan los ojos de mi madre, tristes.
Algunas cosas sólo se logran ver entre el agua. El tirante de un vestido rojo bajo el paraguas oscuro, geografías de torturadores, utensilios del crimen; tus ojos en el aguacero de abril. Todo esto ocurre en el orden natural de las cosas.
El mundo acuático toma distancia cabal y prudente del espacio alucinado como pájaros que se paran cada mañana en la rama de los árboles o sobre cables a cuatro metros de altura y entonan su canto para el olvido.