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sábado, septiembre 7, 2024

La vieja cámara Leica

Reportajes

César Rito Salinas

Como en las tareas escolares en casa, en la niñez, creo que el resultado final de toda acción escritural está en la punta del lápiz, su filo, el ojo ciego, irreal, que lo mira todo y me sigue hasta en los sueños.

Caligrafía. Hay un simio que corre en el patio, un columpio que canta entre las hojas secas del árbol.

En la infancia mis padres guardaban una cámara Leica en los cajones del buró -desde la infancia abro cajones en espera de encontrar las imágenes que adoraron mis mayores-. ¿Cuáles serían? Un río, una playa, una pareja tomados de la mano por las calles de una ciudad desconocida.

No existe diferencia entre escritores y criminales, los que afirman lo contrario son mentirosos o porfiados. Los pequeños gustos de la infancia, comer gelatina con sabor a naranja mandarina hacen la obra. Aquello que tiembla, desubicado.

Los años de la infancia, sus gustos y sus temores son lo único humano que interviene en el proceso creativo. La escritura habrá que traerla de lo infernal, de la cosa que tiembla, cabeza de gelatina, de revelaciones y recuerdos de aquello que ya no existe (estoy dentro de las aguas del mar, bien lo sé. Pero mi sangre siente que está aprisionada en la panza de un caballo que galopa en la playa).

Tanta vida diminuta a la altura de las orejas tratando de entrar a los pensamientos. ¿Por qué no habríamos de escuchar voces en el silencio? Aquella casa era bella, levantaba el muro perimetral al borde del arroyo. Sobre las piedras del arroyo se arrastraban los muertos, la violencia, el crimen. Por ahí pasó la revolución. Un día mi hijo conocerá a Neruda, pensaba yo en aquel tiempo. A mi primer hijo le puse por nombre Narval, como la ballena libre que recorre los mares.

El nombre lo menciona Neruda en sus memorias. Uno está rodeado de palabras escritas. Unicornio marino. Yo tenía diez y siete años cuando nació aquella criatura, mi hijo. Pensé que al ponerle ese nombre le arreglaba la vida, pero sólo levanté para su existencia el muro del silencio, el territorio de lo incomprendido.

El nombre antes de la cosa. Yo quería que mi hijo recordara tardes felices de su infancia, por eso me hice poeta.

Entre la puerta y la cama hay un espacio desconocido. Presentimiento. Lo que puebla ese espacio habla sin descanso como las olas del mar. El presentimiento.

Una cama, la conservación de dos entre las sábanas después del amor, el cigarro en la cama entre silencios, el espacio que nace de la mano que cierra la puerta. Presentimiento.

El presentimiento será el tiempo oscuro que habita el corazón, que sabe por razones eléctricas el principio y el final del espacio. A la hora del poema sube el agua con zapatos de bronce y estaño, el agua gobierna la vida en la hora de las iluminaciones del amor, los besos, la saliva, sube el agua entre la transparencia y la tarde y tu piel en la hora dulce del cigarro, cuando mejor suena Bill Evans, entre el tañer de campanas, allá abajo en el valle el agua llega hasta los negros tinacos, sonora carcajada contra el cielo, el agua derramada avanza entre el oloroso paño del café, entre letras que no existen, la ortografía amnésica, el agua  que sube a los tinacos, que lo puede todo, que los llena y los vacía, que lava el perdón y tu cuerpo, el pecado; el agua que se derrama mientras estamos trenzados en las sábanas.

(La luna ciega nos recoge con su velo de espuma y sueños. Una ola tras de otra, la transparencia del movimiento que nunca cesa, frente a nuestros ojos).

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