Para aquella infausta torcedura, nada como las manos sapientísimas de Pancho Perejil. Para los estertores del lumbago, nada como la creativa maniobra de las palmas y los dedos de nuestro buscado y gustado personaje, habitante de una choza colocada entre una arboleda estratégicamente sembrada para señalar los límites entre San Matías y San Pedro. Curiosamente su clientela se mantuvo activa con personas de San Pedro, pues en San Matías había cundido la fama del señor por su propensión a alargar la mano, en las mujeres, más allá del área que, urgentemente, requería de su atención para el alivio. Pancho Perejil pasó a ser un mito en las consejas y crónicas de las tardes soleadas pero frescas de aquellos pueblos vecinos, en donde aún estaba vigente el uso del apaxle para los baños con agua calentada al sol o con el fuego de un brasero hecho a propósito. Y corrían versiones sobre el uso que Pancho le daba a su apaxle cuando lograba su objetivo de seducir a algunas de sus pacientes. Se hablaba de una infusión especial para aquella marea de toques en donde ya no era necesario apabullar el músculo o el tendón fuera de orden. Entre otras especies, se contaba la historia de Pepe Maya, quien permitió el ingreso de su mujer a la clínica campirana de Pancho Perejil, con la condición de estar presente también él, para evitar los desdibujos que, se supone, ocurrían cuando una dama de buen ver llegaba a revisarse por luxación o fractura. Que fue un combate apasionado entre las manos de Pancho y los ojos de Pepe, este señalando límites con el fierro candente de su mirada, aquel justificando su tacto alargado con la ubicación extremosa de la cuerda en la ingle correspondiente. Pancho excusaba la largura de sus incursiones asegurando que el tendón se escondía justo en la periferia de la zona en donde también comenzaban el deseo y su satisfacción. Más, la mirada casi diabólica de Pepe funcionaba como efecto medusa sobre las manos atrevidas e inquietas del quiropráctico. Esa y otras historias se contaban sobre Pancho Perejil; como aquella donde La Viuda entró a su aposento vestida de luto y salió de ahí con ropa floreada y con el rostro hecho toda una sonrisa. En las zafaduras el trato con los varones dejaba de ser sutil, y los apremiaba a ser machos para aguantar aquellos dolores de órdago capaces de desmayar al más atrabancado. De San Pedro Apóstol a Tejas de Morelos, sólo sombras han quedado. Allá donde moraban los personajes y los ambientes que les he referido, nada más se conservan la arboleda, el mojón que marca los límites entre las circunspecciones y aquel banco de nubes que no presagia nada de tan blanco que se ve. Ahí, pegados a la memoria, los deseos satisfechos de una viuda, los ojos acerados de Pepe Maya, y las manos diestras y angulosas de quien fue quizás mi padre putativo: Pancho Perejil. Fernando Amaya