César Rito Salinas
Las virtuosas palabras opositoras tienen el sitio de la memoria, sus ritmos -aromas- nos llevan a los asuntos de la magia.
Antonio Pacheco, el mejor narrador de Oaxaca me dice: Menos de dos cuartillas. Obedezco. Corto párrafos, limo, pulo; dedico tiempo, horas, a los patrones estructurales de las palabras, pretendo los órganos sensoriales del lector. Se escribe para la memoria, no por divertimento; entonces me detengo, ¿dónde está la memoria? La memoria reposa en las palabras, en la unión de una palabra tras otra -los maestros dicen que habrá que buscar más allá de los significados, hondar en uniones opositoras, inusitadas, hasta alcanzar cierta melodía que anima los recuerdos.
Lo extraordinario resulta algo ajeno a nosotros pero que es nosotros; el cerebro humano, tiene el peso de un kilo 200 gramos. En el reino animal esta cifra nos ubica dentro de una especie, homo sapiens. Pero ¿qué somos habitados por un desconocido?, palabras.
Escucho el trap, puedo decir que esta música me agrada, ocurre que en mi cerebro se realizan ecuaciones bajo su ritmo, las canciones de Paquito Amoroso.
Realizo ecuaciones de pensamiento al ritmo del hit-hats, el uso del auto-tune desencadena la añoranza ya conocida desde mi infancia. ¿Cómo puedo hacer esto con este ritmo? El cerebro identifica tonos, melodías, las alinea y me construye una memoria dulce entorno a la interpretación de Katrel.
Le cambié la vida al reloj.
Porque si, porque queremos dinero, y bastante, porque este es el juego, la apuesta, porque sólo somos los necios que se mantienen en el juego, guiados por el olor del dinero -el color de los billetes-, como si fuera el aroma que de pronto nos asalta en la calle, el olor que nos recuerda la comida de nuestra madre, que guía los pasos hasta sitios no imaginados; porque tenemos hambre y nunca la podremos saciar.
Mi padre, marino militar, decía: nunca te pelees con la cocinera, llegarás a tener días de felicidad si te dejas conducir por las instrucciones de tu estómago, ese quemar de las tripas que hace el día claro.
Vuela y revuela el aire, se columpia entre las piedras, baja con su aliento, infernal, caliente; ingresé a la empresa, sin esperanzas. Un mal amor, la quiebra financiera, la desesperación me había dejado ahí con urgencia de dinero y sin importar la forma de obtenerlo. La condición para el ingreso, no tener mañana; la eficiencia en el desempeño de tu actividad tiene un origen simple, perder toda relevancia de tu persona. Al mediodía me punzaba el hígado, pero estaba ahí, en el pueblo que corre junto a la carretera, junto al río, al pie de los montes pelones cargados de cactos, coronados por un cielo que de tan azul te arden los ojos mirarlo.
__Hay que entrarle –dijo Marco.
Tantas cosas para convencerme, para estar de acuerdo conmigo, argumentos para resistir el cansancio, el aburrimiento que me llega desde la espalda, el pecho y baja hasta las piernas, las entumece, que sube hasta los brazos y me pone el desgano en el cuerpo como en los años de la escuela primaria en que me negaba a salir de casa; sin argumentos, porque sí.
El miedo se cobija con las palabras cuando le das vueltas y vueltas a las cosas que no tienen palabras; las palabras surgen en la fracción de segundo previo al miedo –el sitio innombrable.
Sólo recordamos atmósferas, olores.
Tiemblo como si aún estuviera en el restaurante de aquella carretera, cuando levanto las letras vuelve a caer el sol sobre mi espalda, el cansancio, la indolencia, regresa el retumbar de los camiones de carga que bajan de la mina hasta el pueblo y hacen tronar la carretera.
El día estaba podrido, sin embargo, estaba ahí, junto a la carretera, en el calor; el despreciado de sí mismo, el sin rumbo; puede tomar caminos inesperados, me punzaba el hígado.