Rapto uno
Lector de un solo libro volvía de forma recurrente a las páginas de su preferencia, en el inicio de cada estación. Argumentaba con aplomo que, aparte del suyo, ningún otro empastado valía la pena, como para cambiar de gusto y preferencia. La artimaña, por así decirlo, se fundamentaba en una lectura completamente diferente cada vez que el libro volvía de nueva cuenta a sus manos; los hechos, los escenarios y los personajes cambiaban, como cambian las notas cuando el músico va haciendo sobre la marcha la transportación de un tema de su armonía original a otro tono; con la ventaja de que en este ejercicio no se imponía límites respecto al número de armaduras posibles, logrando, de este modo, un catálogo infinito de amenas lecturas. Un mismo libro, una sola edición de La Ilíada, lucía sobre su mesa de centro, todo el tiempo en que no estaba en sus manos, reinventándose como una canción egregia y novedosa.
Rapto dos
Lector de un solo libro concurrió a la librería más grande de la Urbe, recorrió los estantes con desdén y optó por renunciar a la idea de comprar otra edición de su obra preferida. Desde su cómoda postración, una portada sumamente llamativa le hacía guiños; Lector de un solo libro desviaba la mirada hacia los estantes próximos, donde los, en extremo decorados libros de autoayuda, rebosantes de suficiencia, proclamaban la virtud de su inevitable compra. Así como Odiseo pudo escapar de las garras de Calypso y las sirenas, Lector de un solo libro se acercó al mostrador de caja para saldar el costo de un pequeño separador que esgrimía en la mano derecha; recibió con alegría la compra y el cambio, dio las gracias y se retiró del lugar dejando escapar un suspiro de alivio.
Rapto tres
Lector librero unívoco, llegó a su tabuco portando su encarecido separador recién adquirido, se despojó de la gorra y tomó asiento frente a lo que le servía como mesa de comedor: no era otra cosa más que una alta jaula de pájaro sobre la que había colocado una cuchilla de novopan desprendida de una mesa ya en desuso. Busco su cacharro de café frío, bebió dos sorbos y contemplo largamente su reciente adquisición. Supo por un informe plagal de cierta real academia, que antes de aquellas tiras diseñadas exprofeso, los lectores usaban mariposas, arañas, restos de palma, hilos y hasta agujetas de color para señalar el sitio en donde habían suspendido o abandonado la lectura; supo que, en un alarde febril, hubo un lector empeñoso y salaz que usó el vello púbico de su amante sin género, acotando el tejido con dos nudos de macramé vistosos y sobresalientes. Nuestro ubicuo personaje en punto de las doce y media del día empezó a sentir el escozor que todos sentimos cuando nos hace falta leer, fue por su tomo único de La Ilíada, volvió al lugar en donde había dejado la taza de café y su reluciente y sobresaliente nueva adquisición. Todo parecía indicar que se iba a poner a leer supongamos el canto veinte, ahora desde la lógica de un encuentro de los dioses con los humanos para obligarlos a tomar un acuerdo de paz, conminar a Helena a que tomara partido por quien ella decidiera y dejar pendiente la saga de Odiseo para otras venturas. Pero nada de eso ocurrió, nuestro lector unívoco tomó su libro por el lomo, lo sacudió con energía para librarlo con una cucaracha que indicaba el sitio en donde había suspendido la lectura, colocó de nuevo el libro en la mesa, lo abrió al alimón y puso el nuevo separador en donde cayera, sin que esto le representara mayor problema. Son las vicisitudes, vericuetos, salvedades y milagros de decidir la lectura de un solo libro por toda la vida.
Fernando Amaya