César Rito Salinas
Me siento ante el micrófono y el micrófono falla. El silencio es la suerte del perro. ¿Qué puedo hacer frente a un micrófono que falla? ¿Qué hago frente a la gente que espera que ocurra algo? Bueno, bueno, digo.
Silencio total. Bueno. Pasa una mosca o una mariposa verde, pasa un camión e redilas en la calle, el cielo se derrumba en aguaceros.
En el fondo y en la superficie del corazón de quien escribe historias persiste la voluntad del aduanero.
Registrar pesos y medidas, estructuras.
En lo alto de la malla un pájaro canta. Lleva el plumaje entre café y gris, Colombina Passerina. Obviamente no es el pájaro que sacaba de la caja el papel de la suerte en el pueblo donde nacieron mis padres.
El pájaro canta con los ojos puestos en la celda, me mira.
A los pies del muro lo pasado incendia el piso de concreto. Treinta y siete pasos de largo. Seis pasos de ancho. El patio colinda al norte con la puerta principal.
Al sur, con una malla metálica que divide el área de consignados. El olor de la manteca rancia trae a la memoria alguna tarde en la adolescencia cuando veía pasar autos veloces en la carretera. Entre la superficie y el fondo del corazón del que escribe historias permanece la oscuridad en combate sin descanso contra el foco de 60 watts.
La mínima presencia del aire otorga esperanza. La ventana es una dentadura ennegrecida. Desde la ventana observo los hombros caídos de los celadores. El vigilante de tez morena y bigote espeso tiene cara de sacerdote. La luz del mediodía convierte a todos los hombres en familia, sol de cenit. La mañana y el atardecer los hace iguales, víctimas y victimarios. Sobrevivir es privilegio de unos cuantos.
Desde el marco de la ventana las alas de los pájaros están al alcance de la mano. La copa de los árboles se mece parsimoniosamente y quien la observa siente por un instante la ubicación divinizada.
El corazón del que escribe es una aduana. El aduanero de es un hombre dispuesto con guantes y tenedores a realizar la puntual revisión de alimentos y bebidas. El vigilante es el celoso del reglamento de acceso, la ropa oscura que le otorga autoridad a su persona. Huele y mordisquea todo, rata hambrienta.
El hombre vestido de negro cuida el umbral. La eficiencia de su desempeño es lamentable. Quienes pasan por la aduana introducen al presidio todo tipo de sustancias mientras el aduanero observa el paso del viento sobre el seno de las adolescentes que hacen fila para ingresar al penal a visitar al padre, hermano; al enamorado que las embarazó y fue puesto tras las rejas.
Todo lo inútil del mundo se expresa en la mirada del celador distraído. Por la aduana pasa Dios y los angelitos.
El celador sólo permanece de adorno. Su presencia en la puerta de acceso al penal resulta la iconografía gentil de la institución encargada de sancionar y corregir. El aduanero emite palabras cargadas de rutina. La posición de privilegio en la puerta principal le otorga la posibilidad de hacer amigos.
La lista de procesados del gobierno es infinita. Hombres y mujeres llegan con cara de fastidio. En la aduana todo acto de dignidad es una muestra clara de lo frágil. El hombre con cara de sacerdote ausculta la ropa, abre tapas, vacía contenidos, hace levantar los brazos para mostrar su poder.
Así descubrimos un día que la luna nos da la vuelta. Caminamos cuesta abajo sobre narraciones que corren sobre ejes engrasados. Nunca supe qué decir en un velorio. Ni me interesó saberlo. Un día escuché claramente el llanto de un niño en la panadería. Otro día, en mi recámara, encontré un coche de juguete. Era todo azul. Las calles de la ciudad están repletas de protestas contra el gobierno.
Mi nombre viene en la boleta electoral, yo quisiera aparecer en un acta de defunción del año 1964, agosto, 2.
El aguacero de junio sólo deja caspa en el capacete de los autos, sobre el arroyo emergen sapos y ranas que hacen retumbar la tierra con su croar antiguo sobre mujeres y hombres vestidos de negro.
Las palabras tienen horario.
En la aduana los muertos y los vivos que esperan el paso cuentan con el acceso restringido. Las mujeres que van de visita al penal cargan los ojos de mi madre, tristes.