César Rito Salinas
Entrada en la adolescencia el lector se fascina con la escritura de ciertos autores, aunque con la edad, algunas veces, el que fue adolescente se desencanta de esas lecturas; en la adolescencia hechos y lecturas ocurren como si llevaran destino, a esa edad los sueños resultan verdaderos. Encuentro algo infernal en las letras bien intencionadas, con otras significaciones detrás de las frases bien puestas. Al escribir esta historia recurro lo expresado por viejos maestros, me atrevo a escribir, aunque bien sepa que las únicas palabras que merecen ser escritas sean las palabras mejores que el silencio.
El ojo de la cerradura me mira, tras la puerta puedo ver la sombra que se alarga y crece, entre muros, muebles, la cama; la sombra se empoza, se pudre:
- Cuéntame, tú no me cuentas nada.
Abrazada al ramo de flores mi madre acude los domingos por la mañana a la tumba de mi padre, con temblor sus manos recorren la lápida; conversa con el muerto mientras cambia el agua de los jarrones, sacude el polvo y humedece la plancha de mármol, hace un atado con las flores marchitas, prende fuego; sólo mi madre y yo acudimos al panteón, los hermanos mayores se quedan a cuidar la casa, yo la acompañaba porque soy su hijo último, el benjamín.
La sombra arde por ser vista, delatada, hay sombras democráticas que se comparten. La sombra sin nombrar crece para que arda su imagen sobre las lenguas de la familia, los amigos, nuevas personas, otros, las fotografías, la sombra larga es la única familia, pero la sombra misma sueña con otros miembros de la familia, su familia que inventa, recrea, la que hace pasar por su imaginación que es larga y humedecida, honda: - En la cama, si.
A los dieciocho días de que yo cumpliera nueve años, mi padre murió. En la vieja casa junto a la carretera pasamos un año encerrados como muestra de respeto a su memoria. Mi madre nos ordenó desconectar los aparatos eléctricos. Sólo escuchamos el rezo de las mujeres vestidas de negro que en los nueve días que siguieron al entierro puntuales levantaban sus oraciones para encaminar el alma del finado.
Pasados cuarenta días, mi madre, al regresar de la misa, nos alejó del mundo. Sólo abría la puerta de la casa para recibir las condolencias.
Mis hermanos mayores, adolescentes, resintieron el encierro con puños cerrados, entre golpes, gritos.
Mi madre, capitana del barco en desgracia, enfrentó la tormenta de su tripulación con decisión de trueno: dividió a los cinco hijos en dos grupos; rotaba la posición de los componentes de esta fórmula, a veces integraba en uno de los equipos a mi hermana –única mujer de la familia-, a veces, me unía con mis hermanos mayores para realizar los trabajos. Siempre en pugna, como estrategia contra la locura del encierro. Había pleitos para nombrar a quién tocaría lavar el baño, los trastes; barrer, trapear. Pintar la casa, ayudar al albañil que ampliaba los cuartos que mi madre rentaba como único ingreso para llevar sustento a la familia.
Con el pleito entre los hermanos, la división del trabajo, mi madre pretendió darnos carácter; yo era su hijo último, me arrastraba pegado a su enagua por donde andaba. Mis hermanos mayores, adolescentes rudos en un clima de calores y desgracias se acercaron al alcohol, la mariguana; yo era el encargado de informar sus faltas, fui espía. Mi madre aseguraba que no encontraba otra forma para hacer de sus hijos hombres de bien, trabajadores honestos, responsables padres de familia que dedicaran la vida a cuidar la memoria del padre fallecido.
Pedía mano dura a los hijos mayores contra los hermanos de menor edad, había peleas. Como una forma secreta de defensa hice alianza con mi hermano, un año mayor que yo; sólo a él le comentaba los planes que escuchaba hablar a mi madre, de ese hermano recibí la primera enseñanza necesaria: hay que escapar, los mayores nos desprecian.
La sombra sin familia pretende ser vista por nuevas personas para que conozcan el espacio de la habitación, hay sombras cordiales, agrandan los muros en el espacio cuatro por cuatro que se sostienen de los carteles: un músico, una cantante en delirio, una flor, un cacto, cactus; los muros suben, retienen pliegos de colores que se abren desde el calcetín escondido bajo la cama hasta el cadáver de la araña muerta y disecada, viva, que atisba sostenida en la esquina con sus patas largas y peludas y canta, todos los cadáveres cantan; entre el techo y el muro la vida toda resulta una enumeración de muertos que ocupan el espacio entre el calcetín y la araña, la sombra, hasta la vía láctea con sus nuevos planetas descubiertos, nuevos mundos donde brota el agua clara y fresca, cristalina mientras afuera pasa el aire apretado contra el pregón del panadero de la tarde: - ¿Y si se muere?, el cacto que me vas a regalar.