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sábado, julio 6, 2024

Lo que se aprende en las películas del lejano Oeste

Reportajes


César Rito Salinas
Los cuentos de Babel le sugirieron a Sater
un aire de ligereza, tanto en el humor
como en la tragedia.
Antonio Muñoz Molina, prólogo del libro
El arte de la ficción, de John Salter

Para Nacho Ortiz

La verdad es que desde niño me gustaron las películas del Oeste. Sin saberlo, toda la vida estuve tras los pasos de Edwin S. Porter, creador del filme. El gran asalto al tren del dinero, filme de 1903. Sin saberlo, o con mucho conocimiento de causa, Porter nos volvió a la escena de “pastelazos”, la escena tonta que saca las risas del público, que ya Cervantes la había manejado con éxito en su Quijote -nada más ridículo que la pareja dispareja, el gordo y el flaco.
Esa madrugada desperté a las dos, en la máquina daban la entrevista con una ilustradora colombiana, que publicaba libros donde contaba su vida cotidiana y la de sus amigos.
Sonó el chat del watt: ¿Tas?
La tarde había sido de espanto, no caminaban los relatos, imperaba la sensación de que me repetía (¿quién dice imperaban para hablar de su tristeza o del sentimiento de la mierda donde se pierden los caminos?, nadie). Imperaban, volví a la máquina y ahí me dio por narrar una película del Oeste.

Corte a. Puertas batientes que se abren a una calle de polvo donde corre empujada por el viento la cachanilla, la rueda de ramas secas.
_ ¡Zoc! _ Dos hombres de sombrero y chalequito se golpean puñetazos en el rostro. Ninguno de los peleadores pierde el sombrero. Llegan a la media calle custodiado por casas, edificios de madera sin labrar, hechos de largas tablas. En esa calle no hay un árbol, pero se advierte la presencia de un bosque cercana. Uno de los peleadores, el Cara de Malo 1, cierra los ojos, recibe el impacto del puño de su adversario en el mentón. Se tambalea, no pierde el sombrero, a los costados de su cadera se agitan las pistolas en las fundas, la pavorosa Colt 45.
Corte a. Una mujer con sombrero, de paseo dominical, mira el pleito desde la ventana del Salón, la cantina del Hotel. Cristales limpios empotrados en limpios muros de la madera dejan ver la pelea. La mujer tiene en la mano un pañuelo blanco, mira la calle con la angustia reflejado en el rostro -los labios apretados.
_ ¡Oh! Interior. El cantinero en la barra -de madera lustrada- toma con la mano derecha un rifle Winchester, culata de madera oscura, doble cañón. La mano izquierda puesta en la caja registradora. _ ¡Zoc!. -se escuchan hasta el interior del salón los golpes de la pelea. Al salir del Cine Gisela, Mario tiene que cruzar el puente de fierro para llegar al barrio Santa María, donde se encuentra la casa de su madre, en su cabeza de adolescente hay preguntas. ¿Por qué las películas del Oeste comienzan con un pleito a colpes? Y Luego esa calle, por qué rueda el viento y arrastra ramas que se hacen una bola que va y viene pero no hay polvo en el rostro de la gente, ni en las manos. Ni en las ventanas. Ni en el interior del salón, del hotel. ¡Por qué la gente ruda aparece como dispuesta a salir a un paseo de descanso dominical?
Mario ahora el dinero que obtiene de algún trabajo ocasional, barrer el patio, pintar alguna pared, regar las plantas durante la semana. Acude a la escuela primaria Benito Juárez, en aquel Tehuantepec del siglo pasado, 1970.
Trae la cabeza llena de preguntas, su mirada observa los detalles, el momento en que brinca el presente de una escena a otra. Como si su vida estuviera contada en una novela y Mario fuera el único lector.
_ Mario, ¿qué quieres estudiar de grande? _ Seré novelista.
Por las noches Tehuantepec cerraba sus puertas a las ocho, la hora en que la XEKZ, la radiodifusora local, cerraba sus transmisiones. Hasta mañana. Hasta mañana y los vecinos levantaban los butaques de la banqueta y entraban a su casa, apagaban la luz, la calle se quedaba a oscuras. Hasta mañana, Mario.
Pero Mario permanecía despierto. ¿Por qué no se les vuela el sombrero con el aire?
__ Madre, este viernes no saldré al cine, voy a ahorrar para comprar un sombrero.
Del Cine Gisela del Hotel Tehuantepec recordaba dos cosas. El olor a orines y el cielo alto poblado de estrellas. Y era cosa observar escenas que indicaban la mañana de sol intenso que corrían sombre un alto muro pintado de blanco y más arriba la negra noche. Las estrellas se asomaban a Tehuantepec para ver el cine. Había luneta y galería, con escalera lateral en la entrada, donde se ubicaba la tienda de dulces y refrescos. A la vuelta estaba el Cine Tehuantepec, sin techar, una ranpa con bancas largas -tiras de madera en verde limón, como en el parque. Mario acudía al Cine Gisela, donde daban películas del Oeste.

Ya nadie escribe géneros literarios, ahora se escriben “experiencias”, autobiografías que cargan el tono de la ficción narrativa. Mirarse el ombligo resulta más importante que lograr que emerja el mundo no percibido que existe entre el sillón de lecturas y la lámpara de noche, de alguna manera el imperio de la imagen transmitida por redes nos confiere el sentido de la traslación, el viaje al ombligo. El lenguaje se adapta al modelo económico, está más que claro. Con el sismo del 17 en el pueblo supieron que el gobierno les cambio el nombre de toda la vida y los integró a una lista donde se repetía mil veces un solo nombre: afectado. Se hacía largas filas para recibir el dinero que mandaba el gobierno.

Las batientes de madera. Dormí toda la tarde, desperté a la madrugada. Por el puro vicio -el puro chisme- encendí la máquina. No quería abrir las redes sociales, a últimas fechas solo me entero de la muerte de amigos y conocidos. Sonó el timbre del chat del whatt, ¿Tas?, pareces lechuza.
Nada, que en la madrugada -entre el silencio, el hondo silencio- corren mejor las letras. ¿Será que para buscar letras que los lleven al silencio la gente escribe de madrugada la autobiografía? El territorio de la ficción llegó a las personas de carne y hueso, los pueblos se levantan bajo la enumeración y la elipsis, figuras gramaticales que constituyen el relato. Ya no vivimos la vida en los pueblos, narramos la vida que llevamos con nuestro grupo de amigos en los pueblos. De paso, siempre de paso entre momentos de vergüenza, ciertamente ridículos.

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