César Rito Salinas
La ruina, piedra rota, tiene efecto de transmutación con quien la mira, te convierte en gato, perro, gorrión; los poetas, relegados a tareas domésticas, perdieron gloria enseñando el lenguaje, el amor a las palabras, el cairel de la rima; el verso delineado, el tropo: las palabras opositoras que se cuelan hasta el patio de escuela primaria.
La desgracia hermana a los pueblos.
¿A quién le interesa ubicar su nacimiento en el sitio del sismo? ¿A quién le interesa saber de su nombre? ¿Quién se dice hermano de la mujer violada? ¿Quién se reconoce hijo de un padre levantado por el narco? Repudiamos el mal nombre, la referencia ruinosa. Buscamos con derecho pertenecer al exclusivo grupo de ganadores, los felices, los invencibles; los bendecidos. ¿Y el poeta?
El viento que lame la piedra ata nuestro corazón al escombro, no te puedes escapar del aire. En la calle descendemos a un foso de arena.
Llegamos al centro de la tierra, la casa del Diablo. Un remolino nos hace emerger junto a fotografías, llaves, amores extraviados. ¿Por qué nos hacen volver? Debería ser nuestro sitio el infierno. Sabemos que el cuerpo es nuestro cuando se hunde y emerge (básicamente cargamos muertos).
Una anciana protege a su nieta de la desgracia, “no hables español”, le dice. En el pueblo las mujeres salen a vender pescado montadas en un triciclo pintado de amarillo. Gritan en la calle como si en su pregón ofrecieran a su hermana.
En casa somos dos, pero mi madre sirve ocho platos, se sienta a la mesa a sacar espinas de su boca. Todo ocurre como una descompostura del béndix. ¿En el mundo de los felices habrán espinas de pescado? Recuerdo y escribo. Los días de la infancia fueron los más felices. Eso me hace poseer una sintaxis. El patio de las casa contiene el aroma de los mangos en pudrición. Al patio de la casa llegan a comer cerdos trompudos, de pelaje hirsuto, cola torcida; criminales.
El gobierno carga botes con los que pinta los muros de la ruina. El muro del censo grafiteado por el gobierno. Las cifras contienen censos del gobierno. ¿Quién quiere ser damnificado? Las madres y los ancianos, la hermana violada. El gobierno regala tarjetas para beneficiarios, la fila para recibirla es larga; en la fila de los damnificados el viento fuerte agita las enaguas. Esta es la imagen de la infancia.
El mismo viento levanta al pueblo desparramado entre escombros, lame la piedra abierta como una boca –su lengua es blanca, escamosa. Aquí hombres y cerdos, frutos, brotan del sitio donde los abuelos levantaron la casa. La ruina trae paz a los corazones, sobre la piedra vemos la sonrisa del abuelo.
¿Hay tantas formas para recordar a los muertos? La ruina está con el que permanece; los muertos gozan la gloria. ¿O todo esto es una estrategia del cerebro para hacernos permanecer, para no largarnos a otra tierra?
La dicha está en los recuerdos de quien se mantiene en su sitio, cuando estuve en la ciudad extrañaba almorzar pescado con mi madre. Las piedras dicen conmigo “dicha” -todo lenguaje es una estrategia del cerebro para permanecer en la tierra. Amo las piedras que cortaron los hombres que descendieron de las nubes.
El viento refresca la frente, sabe mi nombre. ¿Un nombre puede hacer la dicha? Un nombre puede hacer la muerte; la dicha se encuentra al remover las piedras, al abrir paso a los muertos. Rescatar. La dicha se encuentra atrapada entre piedras. Volvemos a nacer de un parto para adentro; ruina. Un estarse sin cuerpo, sitio.
El polvo arrastra en la tarde de viento la vieja canción que escucho desde la adolescencia. La canción que enamoró a los padres. Sal a la calle, extiende tu mano a los muertos, verás que su mano no es fría ni dura, tiene tu carne.
En un tiempo fuimos escombro de Hiroshima, Ceilán; en un tiempo fuimos habitantes de Bagdad. Entre las ruinas encontrarás tu cuerpo, piedra que brinca alegre en el estanque. Ocurrencia. Como tu cuerpo y tu nombre.