César Rito Salinas
En el ex Marquesado cae la madrugada con aire frío mientras arriba, más arriba, el Juárez de bronce del Fortín -un gigante- transpira el sereno. En la casa del Alhelí, el insomne toca las letras del tablero como si fueran las notas de un desvelado acordeón mientras, en el escritorio vecino, lo mira sin perder detalle Alejo, el gato que lo acompaña.
Corren tiempos duros donde, a veces, el que escribe requiere de una transformación; sucede muy a menudo que uno se cansa de ser el mismo rostro con los ojos hundidos que nos mira desde el espejo, al mediodía.
Alejo domina el desvelo con rutinas precisas, por la mañana acude al llamado de su ama-madre para tomar el desayuno. Pasea por la casa, se pega al muro, impregna su olor cargado de pelos, reconoce su aroma, alza la cola y se vuelve a su esquina para seguir el sueño. Hay estadísticas que marcan un alto porcentaje de las horas del día de los gatos dedicadas al sueño, a acicalarse, a pedir cariño con lentos maullidos. Hay, también, algunas pocas horas de compañía por la madrugada.
Quisiera ser el gato puntual que me mira desde el escritorio vecino, pero bien sé, eso no será posible. Bueno, sí, por algún momento; algunas veces pido manifestaciones de cariño y luego vuelvo al teclado, a la luz clara de las letras, al garabato puntual que me reclama inmisericorde.
Y esta falta de sueño me lleva a malhumorarme con la luz del día, con el aire de la noche, con lo que me separa del teclado firme que me llama mientras lame insatisfecho mi corazón. Me pregunto esto: ¿Por qué quiero ser un gato? Una respuesta posible, sería: Para no tomar en cuenta las lentas horas fijas, para hundirme sin pudor en la negrura del trasto de las letras y llegar a la luz del alba, satisfecho de escritura.
Pienso que escribir será tan placentero como el lamerse el cuerpo entero, sin apuros, sentir que uno puede lograr la limpieza total con tan solo pasar la lengua por la piel.
Alejo, insensible, me mira caer y levantarme sobre la escritura nocturna; salirme con la mía, vencer al sueño con los ojos cargados de amargo desvelo. El silencioso gato sabe que sigo su camino, que me ocupo indiferente de mis asuntos, las letras. La clave de la escritura podría estar acá: cogerla al sesgo, como Alejo toma su comida o lame su lomo.
Y que vuelvo una y otra vez a reiniciar el intento de escribir la página -pido una página al Dios de los gatos- que traiga paz a mis desvelados dedos.
A este gato que me hace compañía nunca podré nombrarlo con palabras del sentimiento, como criatura, mínimo, pequeño, no.
Alejo con su indiferencia me muestra el camino, levanta la imagen a seguir, bien lo sabe. Por eso se marcha y aparece en el más completo silencio, me mira con desprecio y no pierde ni uno de mis movimientos sobre el teclado.
Creo que Alejo más que mi gato se convirtió en mi capataz.
Truman Capote dice que cuando Dios otorga los dones entrega, también, un látigo. Alejo es mi látigo. Cuando intento dormir temprano va y muerde mi mano, me pide su cena. Ya despierto me hago bolas, me pierdo y en mi cabeza percibo como la única luz de salida para esta desesperación las blancas letras.
Encuentro esto, también Alejo marca el principio y el final de los párrafos, con el tiempo de sus entradas y salidas de esta habitación.
Alejo es un manejo de pausas, el espacio que otorga sentido a las indomables letras.
Y vuelta al sufrimiento de respirar las letras, verlas volar sobre otras letras, inventarme teorías que las hagan girar a izquierda y a derecha mientras crece la madrugada sobre mis piernas, que se guían por sonidos apenas percibidos sobre la atmósfera que recorre, la madrugada con olor entre pudrición y lluvia recién caída, que es lo que da sentido a esta escritura.
Paso las horas en vela, ese es mi trabajo y mi placer. Trascribo entrevistas, hago juegos de palabras (existo en el reino oscuro donde las sílabas gobiernan), vuelvo a mirar al gato que entra a su caja de los desperdicios y sale y va a la cocina, vuelve al pasillo, se detiene ante la puerta de la casa y se echa impúdico en el generoso sillón, destinado a las lecturas vespertinas.
Alejo resulta mi cárcel y mi carcelero, mi certero vigilante. Para imaginarme en condición de recluso evadido me acerco al teclado, rasco las palabras sin saber de qué estoy escribiendo. El aire frío de la madrugada me sorprende sorprendido del resultado de este meter las manos mecánicamente, sin pensar lo que hago entre parpadeos.
Cuando leo el resultado de la pura terquedad busco al causante del resultado, Alejo. Para ese momento el gato ya no está conmigo, pero el ambiente está cargado con su mirada; no puedo separarme de la máquina, y una y otra vez escucho el volar las letras sobre el lomo de las letras, sobre mi hombro.
Olvidado de mi carcelero escribo.
Y escribo y comparto, no tengo de otra. Mañana será mañana con su madrugada de desvelo, con su montón de letras, su mal humor. Y volverá Alejo a maullar junto a la ventana, a mordisquear mis manos para que me apure a llegar a mi puesto de trabajo donde la máquina de las palabras, vil trasto, me espera para realizar el trabajo, ofrecerle la comida.