Impelido por el deseo de conocerte, me fui del sur al norte sin pasar por su punto intermedio. Imagino esa línea infinita como una saeta que traspone todos los límites impuestos por la geografía y la topografía a la necesidad de ir más allá de los límites, más allá de fronteras y horizontes.
Consideré oportuno ornamentar el espacio referido con banderitas de papel pícaro; por suerte, vino en mi auxilio la pequeña Yima quien, a golpe de vuelo vertiginoso, me llenó todos los cielos con tiras del adorno referido, en todos los tonos que el catálogo cromático permite.
Al sur me lo vistió con todos los tonos del verde habidos y por haber, desde el verde bandera hasta el verde toloache, capaz de demudar al más vivo, y de convertir en gritos sus silencios, tal como pasa con las coletadas cuando varan en el tumbo porque las toma por sorpresa.
Me he pasado días y noches buscando un argumento para caracterizar la diferencia entre boba, mero y coletada; pero mis insumos temáticos son tan parcos que me tengo que conformar con decirles que son diferentes en tamaño, siendo la coletada un pez de los llamados de orden; y el mero, un pez enorme, tal vez como el mismo mar que lo contiene y lo consiente con sus manchas blancuzcas a lo largo de la eslora.
Yima me adivina el pensamiento y saca de su contenedor de adornos una retahíla de peces diminutos que guinda colocando un extremo en el sur geográfico y otro en el norte magnético. Si esto es lo conducente, le inquiero a mi auxiliar escenográfico, da por concluida tu jornada, arrójate a mis brazos y evapora el deseo que se me empieza a formar en los húmeros, merced a la persistencia de este verano que aún no se asume en mi sangre.
Yima me explica que su línea no puede ir al norte geográfico, pues la desviación magnética la empareja con el cálculo de su ubicación terrestre; me habla de los polos magnéticos en un resumen digno de filantropía, hermenéutica y otras liturgias crípticas puestas al alcance de quien las necesite.
Efectivamente, el hilo de Yima va de sur a norte con pulso rectilíneo, igual al del bolero de Ravel que, una vez comenzado, sigue el mismo trazo rítmico sin moverse un ápice de él. Munificente y generoso el bolero tal, capaz de seguir sonando una vez que la coda le da fin, como si existieran los da capos dirigidos al silencio.
Estoy en el preludio del fin de este pormenor que no es relato, cuando Yima me coloca la taza de café al alcance de la mano y me corta una porción de carlota deliciosa y húmeda. Lo demás puede quedar pendiente, el argumento, la trama y su desenlace, al fin qué hay mucha tela de donde cortar para montar partituras con afanes narrativos.
Y este es el fin, un miércoles como giba de camello que se dilata en transcurrir más de lo debido; es más, se prolonga hasta las primeras horas del día siguiente, forzando al jueves a esperar su momento de inicio, que ocurre aproximadamente a las ocho de la mañana.
Fer Amaya