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sábado, octubre 19, 2024

Mar bravío 

Reportajes

Que aquella vuelta a la bita fuera a desencadenar todo lo que enseguida ocurrió, desde la desesperación por el largarse del barco hasta su hundimiento y pérdida. Estuvimos toda la mañana luchando contra el bravío de esa temporada. Logramos varar las lanchas más pequeñas, los botes fueron a parar hasta encima de los techos; redes, cabos, grampines, todo estaba a salvo, menos nuestro barco altivo y lustroso. Aquel bote de motor estacionario que habíamos comprado para pasear al ángel custodio de nuestras faenas de pesca. En la adquisición de él todos habíamos contribuido a excepción de dos personas que, por estar embebidas en su proyecto muy personal, prefirieron abstenerse con el pretexto de estar ahorrando para lo mismo, pero como algo propio, nada compartido. Pues el día en que aquel insumergible llegó a nuestro muelle, una ola de alegría se pintó en nuestros rostros, y fue del conocimiento de toda la comarca el hecho de que los porteños contábamos ya con un balandro para pasear a nuestro ángel.

Pero aquel mísero día de agosto, todo era de esperarse menos que por una soltada perdiéramos a la vena de nuestro corazón. Todo empezó cuando a quien le encomendaron amarrar el barco, no azocó de manera correcta las vueltas del ballestrinque, la última vuelta, que debe ser mordida, la dio vana, y cuando empezó el esfuerzo del cabo, las olas ya no dejaban ni al más valiente acercarse a la bita de atraque. Desde lejos, grandes y chicos veían como el barco se debatía en un combate desigual con los elementos furibundos del agua y el aire. El cabo sacudía la comba de su seno con tanta reciedumbre que parecía alborotar a los peces del contorno haciéndolos saltar desprevenidos, las olas azotaban sobre la cabeza del muelle como en un intento de derruirlo al no tratarse de un morro o mogote natural en el lugar donde lo habían emplazado los porteños de varias décadas atrás, cuando el comercio del café se intensificó a tal grado que fue necesario el muelle. Chicos y grandes miraban con asombro aquella batalla inusual en donde no había razón ni discernimiento, simplemente la naturaleza abrumando el esplendor de los humanos, y de estos en especial un barco blanco equipado con malacate y ancla de patente. Y el amarre faltó, y el barco fue a dar a los riscos que franqueaban la bahía por el costado de babor.

Que insignificante, qué pequeño es el mundo cuando los embates de la vida le saldan facturas que no debe. La gente a partir de entonces se refirió a la zafada, aquella maniobra del cabo que los dejó a expensas del exabrupto nunca deseado, nunca esperado. El barco azotó con estrépito sobre el litoral, y se desarmó desde la quilla hasta la cubierta y la caseta de mando. Los exasperados porteños vieron volar los pedazos de madera, mamparas y tabiques de fibra de vidrio, y al final el gobernalle que era uno de los accesorios en el que más gusto ponían los porteños al referirse a su barco. “¿Dónde habrá quedado el gobernalle?”, preguntó una voz azarosa, “Ve tú a saber”, contestó la displicencia de aquel barquero que alguna vez soñó con gobernar el barco blanco y que hasta el momento sólo había llevado a merodear los cabotajes del área a su panga dócil fabricada con la parota más lograda de todas las vistas por los alrededores. “El gobernalle se lo dan al que sea, mira pues que gente que no sabe que la trinca lleva dos vueltas mordidas, y no una mordida y otra vana, ve tú a saber a quien se le ocurre semejante tropelía, es como fiarse de un cabo mal adujado a la hora de largar el fondo, se puede trabar hasta en un remache del escoben, echando a perder toda la maniobra”.

Deben saber que en el mar no hay una segunda oportunidad para los descuidados, los portalones, los tangones y los chinchorros deben presentarse limpios antes de cada maniobra, un descuido es una advertencia para no fiarse jamás del mismo operario. En maniobras de remolque hay que verificar el largo que se va a usar, si estuviera luido en alguna de sus partes se le presenta una margarita la cual, por eso, se llama “margarita de remolque”, los chicotes de los cabos deben ir perfectamente colchados, para lo cual se usa un amarre especial o una costura parecida a la que se usa con la “cabeza de turco”, especie de emblema de la marinería. Por eso a nosotros nos duele que por una chispada se nos haya perdido nuestro barco. Ya ni remedio no hay forma de zanjar diferencias con los objetos o bienes materiales. Consternados, incrédulos, estamos asimilando esa pérdida, esperando que la próxima vez el responsable de trincar nuestro bien común no nos exponga a una trinca, mal nacida y perniciosa.

Fernando Amaya

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