César Rito Salinas
Las normas dicen: se debe hacer de esta manera
ROBERT MCKEE, El Guion
De lo que se trata es de potenciar la experiencia, no de esconder el cuerpo.
De esconder cualquiera esconde, pero yo no vine a eso.
¿Para qué esconder? Si lo dicho y lo callado quedan ahí, con el culo de fuera.
A la vista de todos
¿Para qué esconder?
Come comelón, sin pena.
Desde niño allá en Santa María me pegué a los manuales, los instructivos.
Será por mi condición de huérfano que me interesé por narrar.
Por aprender a narrar hubieron escenas tristes.
Los amigos en la fiesta de agosto, los festejos a la Asunción de María, el baile velorio, y yo a los cuarenta y dos grafos sude que sude, perdiendo el tiempo y la vista sobre los manuales del drama, la curva dramática, el esquema de las historias.
¿De dónde sacaste eso?
Muñeco al suelo.
Nada, nunca lo he dicho, pero en Tehuantepec escuché un disco de esos de acetato de 33 y media revoluciones por minuto.
Un LP.
Con la voz de Cortázar, sí, allá en el pueblo, en barrio Santa María, con cuarenta y dos a la sombra.
Sude que sube.
La voz de Cortázar.
Escuché “Torito”, lo traigo en la sangre.
La muestra clásica del lenguaje popular, su tono de la incredulidad.
Esa condición de lo dicho no creído, extraordinario.
Casi lunfardo.
Lo nunca dicho.
Y yo ahí, tenuanito.
La boca abierta, el cuaderno abierto.
Transpirado.
Del diccionario al tocadiscos, del tocadiscos al cuaderno y la pluma.
De la pluma al brazo con la aguja.
Había hecho el primer grado de la ETP, allá en la colonia San Juan , Salina Cruz.
La cabeza revuelta, que no te cuento.
Que sí te cuento.
Hacía el viaje diario de Tehuantepec a Salina Cruz en los pepsicolos.
A la vuelta de la parada de los camiones, en Salina Cruz, estaban los burdeles.
Allá en el centro, en el puerto de Salina Cruz.
Mi cara de huérfano atraía moscas y miradas.
Que no te digo, que sí te digo.
Cosas del siglo pasado.
En Guatemala y El Salvador había guerrilla.
Las mujeres salían de su país, agarraban camino. Paraba
n en Salina Cruz.
En el Apache 14, Bar Wetos,
El Faro.
La Zona fría.
Había mujeres y leche, mucha.
Vago soy, pata de perro.
Por ahí me pegue a la cachuca, Se llamaba Carmen.
Era grande, alta, blanca, culona, triste.
Tenía marido enfermo, lisiado. Hijos, nunca supe cuántos.
Imagino que solo por recordar a su gente me brindó una esquinita de su cama.
Para no olvidar a sus hijos.
En ese primer año de la secundaria me enteré de la extensión de nuestra América.
Había guerra.
La gente sufría.
Las mujeres llegaban al puerto Salina Cruz, pedían su padrote o de perdida su padrotito.
Carmen me tomó a mí.
Las mañanas que seguían a la buena jornada jalábamos para la Pasadita, el restaurante donde ordenaba langosta.
Luego al mercado, por la fruta.
Changuito de cachica, de guanaca.
Patojito bolo.
Cumplía en la escuela secundaria ETP, mantuve la beca.
Eran los tiempos de Echeverría.
Me gustaba leer a los escritores latinoamericanos.
Asturias, Carpentier, José Revueltas tiene un cuento de los burdeles en Coatzacoalcos donde puteaban tehuanas.
Con el profesor de deportes entrenaba diez kilómetros por día, por las tardes, de lunes a viernes.
Era cinturita.
Flaco-flaco.
Bueno para los chingadazos.
La autoridad municipal prohibía a las mujeres salir a las fiestas del puerto.
Estaban encerradas, la carita triste tras la ventana.
El vestido de fiesta.
Tenía un hermano que era capitán de la guardia marina, la ronda de vigilancia.
Llegaba a la fiesta con mi guanaca, cabello rubio, culo grande a bailar en la fiesta pueblo de mayo.
Padrotito de guanaca.
Me daba dinero.
Era su hijo estudiante.
Ella lloraba mucho, ya borracha.
A puro recordar a su marido lisiado en la guerra de la revolución.
A puro gritar el nombre de sus hijos, bien borracha.
Las cosas dan para lo que dan, no se requiere pensar mucho para coger el camino que te abre la vida.
Era chamaco, había terminado la secundaria.
Se quedó Carmen en los burdeles de puerto.
O regresó a su país.
No lo sé.
Había tardes en que me hablaba de la lluvia y de su gato Cástulo.
Me dejó pagado el alquiler del cuarto por seis meses.
Volví a la vieja costumbre de los manuales del cuento, con la novela por hacer.
Insomne.
La mesa llena de papeles.
Me persiguen las libretas y la lluvia, la ciudad que se pierde entre panteones y el aguacero.
Las noches de baile.
El aforismo me lo enseñaron a buena edad los maestros, casi niño.
“La dicha dura lo que tarda un aguacero con sol”, decía Asturias en su novela El señor presidente.
Desde esos días de los manuales para narrar me acompañan hasta la hora del alba.
¿Cómo te fue?
No adelanté mucho, pero me hice memorioso.
¿Cómo se llamaba?
¿Ella? Carmen.
Tenía el culo grande.
Tenía los ojos rasgados y cuando sonreía se le hacían unos hoyitos en las mejillas.