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jueves, noviembre 21, 2024

Mientras espero que llegue el relato

Reportajes

César Rito Salinas

“Romperá” dijo la Segnora Agresti, su sistema
político pero no el económico.
Ezra Pound, Cantos, LXXVI

Mientras espero que llegue el relato arreglo la lamparita de mesa, bajo a la biblioteca, busco, rebusco, peleo con toneladas de polvo y recuerdo, tomo un libro, lo aparto, lo pierdo entre el montón de libros sin arreglar, desespero. Porque la vida e así, las letras llegan luego de la desesperación.
Con la luz potente que cae sobre el escritorio, la máquina -el trasto de las palabras- me siento dispuesto a recuperar la calma.
Recuerdo que una de las soluciones para componer el tiempo es acercarme a las letras. Lo intento.
Me distraigo, siento polvo en las manos, en los ojos, en la nariz.
Desespero.
Miro el cursor, ese huerfanito entre tanta blancura, rietito, inquieto, sin futuro. Para no ser mala persona -o porque soy mala persona- lo hago correr sobre la pantalla. Allá va el pobre prietito, corre que corre. Dale que dale en su ruta sin destino, apurado por palabras, recuerdos, instantes.
Las palabras del otro.
Bien mirado el cursor es mudo, solo corre, esforzado.
El impulso que lo anima viene del polvo, yo. que es decir vengo de bajar los trece escalones de metal que me llevan a la biblioteca empolvada donde reposan cientos y cientos de página que me alteran cuando duermo, me hacen sentir como sim yo debiera muchas vidas, criminal.
Y subo al cuarto del escritorio.
Con el polvo metido en las pestañas.
Mientras espero que llegue el relato -por no tener otra cosa que hacer- me acerco al escritorio, la máquina está quieta, en su sueño de voces. Vamos, soy mala persona, la despierto, la hago andar a contratiempo, le pido un relato.
Escribo.
Voy al café.
Mis manos buscan la tasita del café, una tasa de barro de Atzompa, que es bien coqueta con los labios pintados de verde. No. La tasa no es coqueta, asumo la coquetería porque encuentro en esos rasgos, la cara de una mujer, sí. De ahí que diga yo: ah, mira, pero qué tasa bien coqueta.
Y nada. Que ya me dan la mañana y yo con el ojo pelón, en espera del relato. Ojo pelón. Desde niño soñé con estas madrugadas, así en el trabajo. Frente a la máquina, con una lamparita de mesa. O con una buena lámpara que me hunda en la oscuridad e ilumine lo que ha de iluminar una buena lámpara que se digne ser luz del trabajo, que caiga justo so re el teclado y que se olvide de todo lo demás que me rodea.
Están las libretas que me sirven para las rayas y manchas. El escritorio huele a tinta., también recuerdo que en la infancia soñé estar despierto frente a un libro abierto, si, soy mala persona, criminal, mira que por cumplir mis anhelos comprometo la integridad del objeto llamado libro. Y acá está el libro,
Pound, Cantos.
Contrario a lo que la gente piensa las horas en la madrugada pasan rápido, veloces. De lo que tengo queja es del polvo, se vuelve grueso, pesado, impertinente.
Me hace estornudar.
Y acá estoy frente a la máquina, trato, intento, me esfuerzo por contar el puñito de letras que me sirven como la medicina diaria, la dosis, mientras el cursos se revela, lépero, impertinente y se pierde, agarra para su rumbo, toma lo que le ordena su santa y regalada gana. Pero no cuenta el rebelde cursos con la contundencia de la lámpara recién instalada en el escritorio que sale como perro de caza y se va tras él fugado, husmea, ágil, feroz.
Y da con él.
Y lo trae de vuelta, con los ojitos cansados, los párpados caídos donde se pegan las palabras, las historias, el relato.
Y acá avanzo, con esta luz que ayuda.
Ya.
Vuelvo la vista al libro abierto. Pound logra al final del capítulo LXXV que se integre de forma natural a su poesía la partitura de una canción.
Genio.
¡Del Flegeton!
del Flegeton
Gerhart
¿emerges y vienes del Flegetón…
Vamos, la hora para estudiar soluciones poéticas se ajustan a la madrugada.
Existe en el instante antes que parta el alba el firmamento una puerta que se abre y abre -a su vez- tu cabeza, tu pensamiento. Y en esas horas de la madrugada son -serán. Para entregarse, Para recibir y dar.
Para hacer letritas.
Encuentro que los pensamientos requieren de un soporte, de un escritorio, una lamparita, el polvo que te desquicia y desespera.
Porque uno está cerrado al pensamiento en las horas ordinarias del día.
Requerimos del hecho extraordinario para que se desaten las fuerzas que nos gobiernan.
Las pasiones.
¿Ya había dicho que tengo dolor en los dedos?
Bueno, en las horas cotidianas -ordinarias- del día, me duelen a morir esa falange, falangina y falangeta que arma y une los huesos de mis dedos.
Pero en la madrugada, digo, soy otro.
Y en esta parte de la escritura encuentro que llegó el relato y yo sin enterarme, casi me paso de largo sin distinguirlo.
Sucede esto, escribo y escucho el golpeteo de mis dedos sobre el teclado.
Y ese sonido me jala, me lleva, más allá del significado de las palabras, de las palabras, del texto que avanza tras el cursor.
Porque el relato no se trata de mí, de mi vida, de los preparativos que realizo para sentarme a escribir. No.
Ni siquiera se trata del escribir. No.
Se trata de otra cosa, una realidad -un presente- que levanta la mano en la asamblea y pide la mano y mi vista que no aparta las letras de mis manos que van tras un sonido, una mano con oídos.
¿Dónde quedó el relato
Hay veces, digo, en que una palabra o diez mil requiere o requieren de una cama, algunas palabras que las arropen y haga que se sientan menos expuestas, expuestas.
Entonces observo al relato ahí, agachadito, pequeño, oculto así tras el sonido, cosita nada, poquita cosa.
Entonces lo agarro y lo protejo, me limpio en la camisa los dedos, las manos. Lo cubro de palabras como a un hijo. Y voy a él, lo tomo con cuidado y le expreso mil disculpas por mi distracción -mi ego-, con el pulso controlado ya.
Me levanto del escritorio que está muy bien iluminado, rodeado por el aire limpio de polvo, atravieso la parte oscura de la habitación y voy a la cocina y le preparo un sándwich de crema y queso.

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