Viejo cabrón, nos diste la luz y te fuiste a meter a tu cama con el alcohol suficiente para anestesiar los demonios de tu corazón. Cómo va la apuesta, es ganarle la mano a la muerte o ganarle la mano a la vida, pregunto porque, de no hacerlo, corro el riesgo de levantar un juicio sumario contra mí mismo. Eso quiero decir, qué es más importante, la vida que se agota o el tiempo por vivir. Pregunto. De no haber respuesta, tengo que volver a tus libros para rastrear un indicio que me abra suficientemente las puertas de la comprensión, sin incurrir en dolo o prejuicio. Y tú lo sabes mejor que nadie, a ti se te entintaron las manos por eso, y hoy hasta te das el lujo de mandarlo todo al carajo, para que no se pierda el interés por conocer el quid de la cuestión, para que la vida entre al quite. Y todos entremos al quite con ella: los desmemoriados, los memoriosos, los bastardos y los legítimos, legales e ilegales, sumisos e insumisos, irreverentes y confesionales, vitales, abúlicos, anodinos, sobresalientes. Porque cada quien respira por la branquia de la celebridad o del anonimato, y a semejanza de los peces, fuera del liquido amniótico, el espacio de tiempo para respirar tiene sus horas contadas.
Por eso te fuiste a la cama antes de que el sol de tus días declinara en las persianas del ocaso. Vaya bonita manera de mandarlo todo a la mierda, de mandarnos a todos a la mierda, sin la explicación puntual de lo que significan tu signo y tu lenguaje. Ultimadamente, yo también me voy por el mismo rumbo, y te leo o no te leo, que excusa puede valer para hacerlo o no hacerlo, si el mundo está plagado de cobardes que confían su ruina a la comodidad de vivir una vida ordenada, metódica, urbana y complaciente. No, maldita sea, eso de que me sirve a mí si ya agoté normas y legalidades sólo para no sentirme satisfecho. Por eso vuelvo a ti, Viejo cabrón; a riesgo de ensimismarme, voy descubriendo en tus páginas primeras lo que no hallé en las últimas. Tu lenguaje preciso me mueve los hígados, tu estilo luminiscente me prende un sabor agridulce en la mirada. Sólo tú pudiste comparar lo visible con lo no visible, lo real con su irrealidad, el tiempo que se fuga con el tiempo estático que nos permite lo cotidiano, desde morder un pepino hasta acariciar una muchacha. Sale, Viejo, ya me pasé de tueste, es hora de seguir con la lectura de ese libro que jamás escribiste; al final de cuentas tú no escribiste nada, porque no valía la pena, porque somos (aquellos que nos hacemos llamar pomposamente humanos) una sarta de engreídos, malhadados, egoístas, dispuestos a estampar el beso de judas en la mejilla de algún posible redentor. Ya me voy, Viejo, no vine, no me hagas caso, no es importante.
Fer Amaya