César Rito Salinas
En la calle de polvo vendían tortillas de maíz hechas a mano, al comal, La gente que pasaba se detenía a comer un huarache, un pambazo, los tacos de ropa vieja.
En el negocio se escuchó la música de acordeón y bajo sexto.
Una quebradita, para bailar -dijo la mujer. _Nada, una cosa es la música popular y otra difundir el crimen -dijo el hombre. La pareja de ancianos llegó al departamento 202 de la Unidad Valle de Ecatepec, el hombre dejó las tortillas calientes en la barra del desayunador mientras la mujer puso a descongelar los filetes de pescado en un plato hondo, sobre el zinc. Me apuro, voy a ver los papeles del Infonavit -dijo la mujer.
Las tardes de diciembre son frías en Ecatepec. Si el día lo permite, los ancianos buscan un poco de sol, salen de su vivienda y atraviesan la avenida principal rumbo a las grandes tiendas; caminan por las calles de polvo.
Había pasado la celebración de la Lupita, del 12, en la calle los vecinos hablaban de la fiesta que concluyó hasta el amanecer.
_¿Por qué no fueron?, se puso bueno -dijo doña Cuquita.
El hombre recién llegó la mañana de ese viernes del sur, acudió a su tierra para que lo operaran de las cataratas que sufría en el ojo izquierdo.
Por la mañana, a las seis, la mujer lo fue a traer a la TAPO, ella había abordado muy temprano la línea del Metro en Ciudad Azteca y descendió en San Lázaro.
__Te traje tu boina -dijo la mujer cuando se encontró con el hombre, en la sala de arribo de los Cristóbal Colón.
La pareja sobrevivía de los programas sociales que entregaba el gobierno federal, pero se sentían fuertes y con energía para emprender grandes negocios.
Esa tarde el hombre se quedó solo en el departamento, se puso a estudiar a Laura Zavala, su Teoría del cuento, durante años anidó la ilusión de convertirse en narrador, pero las ocupaciones, el trabajo, las enfermedades, lo apartaron de su propósito. ¿Quién no quiere ser escritor?, se preguntó aquel hombre viejo mientras se perdía en las clasificaciones de Zavala sobre el cuento.
Entró noche, sintió frío, la mujer aún no llegaba del Infonavit; con un rechinido de huesos se incorporó y fue a buscar calcetas.
A esa hora en la calle se escuchó el pregón de los elotes, esquites, “hay elotes, esquites”, la voz se abría paso entre la oscuridad y el frío, traspasó la puerta del edificio y resonó en la cabeza del viejo.
Un cuento, dijo el hombre y sintió resbalar por sus labios resecos la mayonesa y el chile piquín, los granos de maíz cocido, pero se mantuvo en su asiento.