César Rito Salinas
La pasión más grande del hombre: por la guerra,
y no por la paz.
Joyce Carol Oates, On Boxing
Esta idea la saqué de John Fante, quien vendía sus poemas de amor en diez dólares; yo varié un tantito el giro: poemas para desear la dicha futura ante el azaroso paso del matrimonio, cincuenta pesos mexicanos.
Con esta estrategia de escribano de mercado público, aquellos a los que nuestros abuelos dictaban cartas de amor o negocios en alguna sombra que se levantaba a la entrada del mercado público de un pueblo esparcido en la memoria como polvo de arroz en la recámara de una señorita vieja, sobreviví con saldo a favor a las horas negras de ese mal del cuerpo y del alma llamado desempleo; que acarrea males mayores como el suicidio, la locura o el amor.
Los poemas para los que se casan llevan algo de mí que se quedó en montes y serranías, caminos de salteador, valles y playas del mar. No en balde se me conoce como Juan Poema. Ellos, los poemas, acompañan a la desposada luego de las horas de amor eterno de una sola noche, en sus duros días de realidad frente al fogón o en el tiempo del llanto cuando el hombre cruel a quien unió su vida a pesar de los buenos consejos que le dio su madre y su abuela, la convierte en máquina lavadora de ropa de dos patas; o cuando resulta ser en este mundo tan solo burro de planchar.
Así que mi amor y mi corazón andan por montes y valles, islas pobladas por mujeres que fuman. Y sus letras se reflejan en el torrente de unas lágrimas de mujer. Porque, a todo esto, sostengo aquí que nadie pudo ni podrá escribir un poema de buenos deseos y para convocar a la dicha ante la fosa de la firma civil, sin sentirlo.
En aquellos días de trabajo agotador ensillaba mi montura muy temprano, cargaba con el pomo dotado con suficiente tinta negra, el manguillo, y salía a los pueblos donde el amor reventaba a raudales en dichas, propias y naturales consecuencias, que pedían teta cada cuatro horas. Así que muy temprano me marchaba yo a deshacer entuertos y a intentar detener con la poesía las cuarenta y cinco razones de la sangre.
Algunas veces concreté mis intenciones de paz y amor sobre esta tierra. Otras, las más, recibí en mi pecho la lumbre de una mirada iracunda y el desprecio de los celos del futuro marido. Y otras, cambié un poco más el tema de mi poesía: la convertí en salmos de difuntos porque las razones de la sangre ofendida se me habían adelantado en el camino. Total, el que escribe nunca pierde y siempre habrá algo de qué escribir.
Can las letras, señoras y señores míos, no hay palabra de honor; de tal suerte que cuando salen una llama a otra y a la otra y así muchas se deciden a ponerse a cantar y bailar desnudas en una hoja de papel a la sombre de unas pestañas largas, negras y rizadas de alguna mujer hermosa vestida toda de blanco; y con la fiesta de las letras danzando bajo los grandes ojos de aquella mujer nadie sabe dónde podrá terminar: si en el panteón, la cárcel o la cama de la joven desposada.
Total. No vine aquí a aburrirlos, sólo vine a decirles que si uno se hace a la idea de que pasará toda la vida, crecerá a la familia, los hijos, con este oficio de poeta bien se puede lograr -como en cualquier otro oficio: sicario, banquero o repartidor de comida a domicilio, plomero.