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jueves, noviembre 21, 2024

Palabra de lector. El libro I

Reportajes


Ciro Velásquez Ruiz

Uno
Los libros fueron en mi vida un amor tardío, pero definitivo.
En la infancia los únicos que conocí eran aquellos de texto gratuitos que cada inicio de curso escolar nos regalaba a las escuelas primarias el gobierno, a través de la secretaria de Educación Pública, y que llegaban nuevecitos y flamantes en cajas de cartón que esperábamos más con curiosidad que con interés.
Los otros libros, los que se leen no por obligación, sino por gusto, eran en mi pueblo un objeto insospechado. Una biblioteca hubiera sido un prodigio. Actualmente hay una biblioteca con un importante acervo, lujo de pocos pueblos, pero insuficientemente aprovechada.
La palabra Biblioteca tiene para mí un origen singular. La vi escrita por primera vez en un pequeño librero del Palacio Municipal.
Su color y hasta su apariencia eran tristes. Pintada de un color gris rata, tenía como único acervo una Constitución, una Ley Federal de Reforma Agraria y dos o tres revistas de las que publicaba el gobierno federal. Pero aparecía rotulada con el pretencioso y paradójico título de: BIBLIOTECA POPULAR «LA SOCRÁTICA».
Años más tarde supe que Sócrates fue un ilustre filósofo griego que no dejó libro alguno porque desconfiaba de la palabra escrita. De suerte que ponerle su nombre a aquella biblioteca resultaba una cruel paradoja. En el título llevó la penitencia aquel pobre mueble inútil que nunca incrementó su acervo ni tuvo lectores.
Dos
Yo he leído libros, no todos los que debiera o quisiera, pero sí algunos cientos de ellos, no obstante que en casa tampoco los hubo, pues mis padres eran casi analfabetos. Él solo cursó hasta el tercero de primaria y ella no pisó nunca un aula escolar y solo aprendió a leer acicateada por el coraje y la vergüenza.
Por eso siempre he pensado que inconscientemente quise reivindicarlos, o tal vez vengarme del destino, intentando leer todos los libros que ellos no pudieron. Y después he tratado de motivar a otros a que lean, como uno de los mejores regalos de la vida.
Pero en mi amor por las palabras, las historias y los libros tengo varios acreedores:
Cuanto debo a aquellas primeras páginas de los textos de Lengua Nacional en que leíamos:» Ese Oso se Asea Así» o «Tito el Soldado», o a los poemas de Martí y de Rubén Darío que me agradaban con sus rimas y ritmo melodioso.
Tres
Cuanto contribuyó el pequeño radio de transistores General Electric, al que mamá y yo pegábamos la oreja en esas tardes en que conmovidos escuchábamos los capítulos de la radionovela El Derecho de Nacer, o nos emocionábamos con las aventuras, Chucho el Roto, aquel ladrón redentor de los pobres. Cuánto debo a aquellos comics como el de La Periquita, Pepita y Lorenzo o El Mago Mandrake que yo encontraba insertas en los paquetes de papel periódico que servían de envoltorio en la tienda de mi papá.
O a la revista de Memín Pingüin, la primera que llegué a leer y que me prestaron unas vecinitas recién llegadas de la capital, a las revistas de Bugs Bunny el Conejo de la Suerte, que nos prestaba el Padre Rosario -cura de mi Pueblo- a los Monaguillos después de terminada la misa.
Cuánto a la paciencia de mi tío Andrés, hombre también de pocas letras pero curioso y paciente que generoso me contaba en noches de luna y recostado en su catre aquellos mis primero cuentos orales que deslumbraron al niño inquieto y preguntón que era yo. «Alí Babá y los Cuarenta Ladrones», una de las historias engarzadas del libro Las Mil y una Noches es la que recuerdo como si estuviera todavía escuchando en la voz ronca de aquel tío bonachón.
Cuánto debo a la actitud tal vez involuntaria pero ejemplar de mi amigo Wilfrido, que al salir de clases en la Facultad me pedía que lo acompañara a la librería «La Proveedora Escolar» en donde entraba y, recorriendo anaqueles, desempolvaba libros viejos que escogía por el título y el precio y luego de pagar salía cargado con media docena de ellos. Después, en los pasillos del viejo edificio universitario nos leía a un grupo de compañeros versos del corazón o cuentos eróticos que le escuchábamos con admiración.
Cuánto debo al tacto de dos o tres maestros como Don Evelio Bautista Torres, que alguna vez sazonó su clase de Derecho Penal con el pasaje en el que Sancho Panza imparte Justicia como Gobernador de la Ínsula Barataria.
Eso bastó para motivarme a leer completo el Quijote.
Por todos ellos, a veces trato de pagar mi deuda con algunos de ustedes amigos.

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