César Rito Salinas
La imagen ocurre en el orden de la traslación, entre saltos y suspiros, encuentros.
Más que del regreso hablo del hallazgo, del instante en que vuela la hoja del periódico en la calle y puedes llegar a leer los oscuros titulares, de la blusa que se inflama en el tendedero con el viento de agosto con todo el rojo y verde, azules de las pinzas de plástico que se agitan sobre la cuerda del tendedero, de aquello que me recuerda una lámina de Estambul, nombrada por Orhan Pamuk.
Allá pasé las dos noches en una casa ajena, resguardado por un perro tuerto, blanco, con manchas bermejas en el lomo. Del pelaje hirsuto del perro tuerto que parecía un cerdo sin ojos de tan trompudo y gordo que estaba el can, salían gruñidos.
El regreso es el inicio, por eso escribo todas esas cosas que acontecieron.
El ojo del perro brilla en la taquería de la esquina del Carmen Alto, noche de contra esquina. Quien relata mira, hace la esquina de enfrente.
En esta hora del hambre y el desvelo algo acecha, quizá las cosas de este mundo tienen como principio ser narradas por el observador que no distingue en la oscuridad lo que habrá de ocurrir.
Podría ser una lluvia de estrellas, el lucero de la mañana o una golpiza sobre mi espalda.
Esta es la hora del alma, la hora en que el cuerpo pide alimento, taco.
Esta hora del hambre cuando el cuerpo se revela contra su condición de perro.
Tiempo en que las ratas asoman impúdicas el hocico en la banqueta. Los ebrios aúllan a la noche. Lanzan dentelladas al mezcal, culpan a todos de su mala estrella –a la mujer, al desconocido que pasa, a los amigos, al gobierno.
A la locura.
En la oscura calle brilla la taquería verde y su luz desnuda el aire frío que corre por el atrio de la iglesia del Carmen Alto.
El olor del mezcal baila desnudo en la calle, transparente.
La cebolla y el cuchillo se dicen cosas en secreto.
Todo esto que describo existe en el aire frío que baja del cerro y muerde la carne, la ropa, las axilas.
La risa blanca de los cristales rotos lame las puertas de la iglesia, juega a las escondidas con el viento.
La música suena en la cantina.
Los ebrios pelean, son figuras de lotería, muñecos de plástico cargados de plomo. Los ebrios bailan en la calle un valse que todos creyeron olvidado.
El viento en la noche de la borrachera mueve las cartas del juego entre estatuas y zaguanes. Los ebrios son barro repleto de listones azules que rearman su sombra con el aire. Las calles que inician en el muro de una iglesia traen mala suerte. El ojo del perro brilla en la taquería del Carmen Alto.
A ella la encontré en la esquina de los tacos, aquella noche la había golpeado el novio, quería matarla. Nunca supe que pisaba mi desgracia, de lo contrario habría preferido pasar hambre aquella noche de perros.
Pasó la policía, lenta, muy lentamente.
El tiempo en que atravesó la calle fue el mismo tiempo en que tardó el oficial en mover la manija que hacía descender el cristal de la portezuela.
Al que venía de copiloto lo alcancé a ver que barría con la mirada el espacio que existe entre las dos esquinas. Sus ojos me previnieron, pero yo no supe leer la advertencia.
Ella traía desarreglada la blusa, su amado acababa de intentar matarla.
Un pleito, un forcejeo, alguna violencia desatada por el amor. Me miró a los ojos y levantó la mano derecha a la altura de su cadera, al juntar el índice y el pulgar formó un círculo enmarcado por tres dedos recogidos mientras la palma avanzaba rápidamente entre el aire de la noche. El impulso con el que salió disparada la mano de su cuerpo paró en seco, antes de recorrer toda la distancia del brazo extendido.