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viernes, septiembre 20, 2024

Pangalino habla por el aparato de sonido

Reportajes

César Rito Salinas*

Los domingos en el pueblo hacen baile, suenan los cohetes y en el aparato de sonido hacen los anuncios para que la gente vaya a la fiesta. Se escucha la voz, la señora Fulanita de Tal está de manteles largos, los que escuchan este anuncio quedan invitados: Se hace del conocimiento de familiares, compadres, comadres, amigos vecinos, y público en general, que en punto de las tres de la tarde dará comienzo la fiesta de cumpleaños.

La voz que invita al baile oculta el rostro.

Cuando me puse a investigar sobre aquella voz supe que el señor se llama Sóstenes, por el rumbo de Santa Cruz me dieron otro nombre, Pangalino.

En lo cabeza cargo la voz que habla en el aparato de sonido, cuando anuncia la invitación a la fiesta le pongo un rostro, el de Sóstenes, cuando escucho que la voz anuncia los platillos para el almuerzo imagino que se trata de Pangalino.

Tengo para mí que esos rostros están cargados de espanto.

Sonaron las Mañanitas.

El pueblo corre al lado de la carretera internacional, la Cristóbal Colón. Un puente atraviesa el gran río, desde arriba de la estructura se puede mirar las piedras boludas que brotan sobre la arena como grandes granos que crecen junto a la costra verde de lama. Desde la carretera se mira el gargajo, que refulge al mediodía. Por la noche los grandes camiones que corren hacia el puerto frenan con motor de motor sobre la carpeta, oscura repleta de baches. De niño pensaba que una parte de las noche -las sombras- se metía entre la máquina hasta atascarlas, de ahí su alto sonido. Cuando descendían la velocidad, el gemido ronco se metía por la ventaba de la habitación donde dormía con mis hermanos. 

En muy contadas ocasiones se registra el hecho de que se anticipa la muerte, el aviso. Cuando hago el quehacer escucho música, me acompaño con los sonidos mientras llevo mi mano de la mesa de centro al refrigerador, de la ventana al mueble de la sala.

El domingo, pasadas las seis de la mañana, se escuchó el aparato de sonido, Sóstenes dijo: mojarra de la presa, mondongo, escabeche de pescado; frijoles refritos con manteca de cerdo.

Sonaron las Mañanitas.

Me acerqué a la cocina, tenía fruta, ayer me tocó ir al tianguis. Por un instante pensé en salir al mercadito campesino, se me antojó el relleno de cuche. Cuando vivía mi padre, la familia se reunía los domingos para el almuerzo, cerdo al horno relleno con papas en mole coloradito. Llegaban temprano los amigos de mi padre y los amigos de mis hermanos, la casa se llenaba de voces. Los niños sabíamos que los mayores terminarían la sobremesa, pasado el mediodía, que se extendería la plática y que tendríamos la oportunidad de repetir almuerzo.

Por mañana Alejo me alcanzó en el fregadero, se pegó a mis piernas y pidió su comida. El gato es cariñoso, a su manera, limpio y ordenado, puntual para tomar sus alimentos. Se pega a las piernas, mordisquea la pantorrilla y emite un sonido que sale como la voz de un niño que en la cuna. Pasaditas las seis le puse la comida, continué con mi quehacer, tenía ropa para lavar.

Puse música. Cuando murió mi padre la casa quedó en silencio, dejaron de llegar las visitas, el almuerzo se hizo corto, entre sollozos y silencios. En casa de mis padres mi hermana Guadalupe acostumbró a poner música para hacer sus deberes, mi madre cantaba, los hermanos más pequeños agarramos la tradición de la música, mamá nos enseñó a lavar trastes, ropa, barrer y trapear.

En casa fuimos cinco hermanos, solo una mujer, Guadalupe. Mi padre fue estricto, nos enseñó que los hombres teníamos que colaborar con la limpieza de la casa. Los domingos pongo música como una forma de la conversación con los muertos, mientras hago las labores. En casa tengo una mesa y unas ollas de barro, algunos floreros que me recuerdan las cosas que tenía mi madre. Como mi padre bebo café de olla, bien cargado y con canela, muy caliente. Mientras limpio saco los temas de la semana, mi trabajo consiste en cerrar la cuenta de los clientes morosos.

El domingo puedo limpiar la sala, el quehacer me lleva a la mañana del domingo, cuando mi madre acudía al panteón a poner las flores sobre la sepultura de mi padre. A esa hora el cielo se miraba alto, muy azul, limpio de nubes.

Cando lo recuerdo siento el aire de la infancia, el cielo limpio que se junta en la distancia con el del polvo que abunda camino al camino cementerio. Me largué a la ciudad, trepé en uno de los camiones que tanto me asustaron en la noche, donde pude acomodarme hice el trabajo. El país es largo y ancho, me dieron cualquier trabajo, limpiar un patio, recoger la basura o cuidar los autos en el camino mientras sonaban los balazos.

Para largarme de casa solo tuve que salir a carretera, la Cristóbal Colón.

Mi madre se apuraba a limpiar la sepultura, me pedía que fuera por el agua a la pileta. Al volver con el balde lleno la encontrada hincada frente a la lápida, hablaba con el muerto. Al finado le pedía consejos para crecer a los hijos, para elegir el color con el que había de pintar la casa. Contaba los sucesos del pueblo, quién se había casado con quién; de los cumpleaños, de la fiesta.

La necesidad me hizo huir de casa, en la calle encontré pendencias, enemistades.

El domingo suenan los cohetes, Alejo despierta temprano y pide su comida, luego duerme buena parte de la mañana. Y duerme un poco más por la tarde, pasada la hora de la comida. Se despierta y se pega a mis piernas, yo le digo “hijo”, que es como decir “amigo” o compañero en este domingo en que me quedo en la casa mientras suenan los cohetes.

A veces pienso en salir, cuando lo hice solo llegué hasta la tienda donde compro el alimento para Alejo. En casa de mis padres no tenían gatos, a mi padre le gustaban los perros; pasé la infancia sin animales en casa.

En el pueblo corren los días en un orden estable, sin acechanzas. Cuando mi padre tuvo el accidente nos enteramos por la radio, ahí anunciaron del choque en la carretera, dieron las características del auto de mi padre. Con la noticia vinieron los vecinos. Mamá salió de casa corriendo, nos dejó encargados con la vecina, éramos muy niños, esos momentos los recuerdo en trocitos como se canta una vieja canción.

En el trabajo piden gente que conozca los pueblos, el espacio donde se mueve la venta y sus deudas, los cobros, necesitan gente que conozca el territorio, lo muy particular, para allá se mueven los grandes contratos.

Con el tiempo olvidé la voz de mi padre, olvidé también la voz de mi madre. Hago rutinas fijas para conservar su recuerdo, una de ellas es limpiar en domingo la casa. Solo retengo cachitos de su imagen, que vuelven cuando me paso la escoba, el trapeador, la mañana del domingo.

La casa permanece cerrada. No recibo visitas. Pero se junta el polvo, la basura sale de no sé dónde y el domingo hay cosas que barrer, limpiar de telarañas las esquinas, sacar el polvo de la mesa. Algunas veces mi madre se ponía a llorar los domingos, con los hermanos mayores platicaba que no tuvo ningún aviso, un anticipo que le dijera del accidente que le esperaba a papá.

En ninguna ciudad hice más tiempo de lo necesario, llegaba, hacía el trabajo, pasaba a cobrar y me retiraba, me acostumbré a entrar y salir de madrugada como un ladrón.

En el pueblo el aparato de sonido anuncia los hechos ya consumados, las cosas que ya no tienen remedio.

Hice la vida con esa certeza, nadie te avisa de la muerte.

Alejo duerme, parece un niño de brazos.

El domingo para no recibir mensajes apago el teléfono, por el trabajo toda la semana estoy con el teléfono. Los domingos me gusta ver el largo sueño de Alejo, costado en el mueble busca calor entre los cojines. Le gusta darse vueltas cuando está dormido. Mientras limpio estoy al pendiente de su sueño, a veces tiene pesadillas, se agita, se queja, abre los ojos e intenta incorporarse, pero lo devuelve al sueño la música que pongo mientras hago el quehacer.

En el país el trabajo está vivo, se mueve y muda, cambia, yo voy atrás del ruido, sigo en la noche de la máquina, el camión que se acerca y baja la velocidad con freno de mano, que se esconde a las horas en que la gente despierta. El gato me lo regaló la esposa de Zavala, mi amigo del trabajo. Una tarde de cumpleaños la señora contó que su hija había recogido al animal en la calle, muy pequeño lo llevaron al veterinario y ya restablecido buscaban un hogar seguro que lo recibiera en adopción. Sin pensarlo mucho dije yo, aunque anticipé que no sabía nada de la vida de los gatos.

Por cuestiones de trabajo hace pocos meses decidí regresar al pueblo, al lugar donde nadie sabe de acechanzas.

Los cohetes llamaron a la fiesta pasadas las tres de la tarde. Alejó dormía en el mueble, tuvo el sueño agitado, me senté a su lado para hacerle compañía; extendía la pata delantera derecha, levantaba su cabeza y me buscaba con la mirada. Si me paraba a la cocina a poner el café, Alejo reclamaba mi presencia con ronroneos; no sé nada de los gatos, por eso no me despego de su lado.

Leo sobre la vida de los gatos, me entero de que les gusta dormir en el día y por la noche. Cuando llegué al pueblo a instalarme, pensé que por estos rumbos del pueblo bien me podría animarme a detener mi movimiento; quiero dejar de ir tras el trabajo, hacer de este sitio parte del negocio.

Algunos días salgo y camino por el pueblo, donde quiera que voy reconozco la presencia de gente de la que supe o me topé en otra ciudad, en otro encargo, el lugar donde terminé la encomienda y pasé a retirarme.

El domingo me quedé a cuidar el sueño de Alejo.

Mi madre decía, si alguien te busca te encontrará en la fiesta.

Agarré el trabajo porque me ofrecieron en aquel viaje dos salarios.

Por la mañana me puse a sacar los pendientes, lavar los trastes de la cena, levantar la ropa. Cuando sonaron los cohetes ya estaba convencido que lo mejor era no salir, lo mejor sería quedarme en casa y terminar de arreglar, renunciar a la fiesta; pero en último momento me decidí a salir.

El tiempo se me va en reconocer rostros, los encargos del trabajo; ayer por la tarde pude ver de lejos a la gente por la que regresé al pueblo.

Las pendencias no dejan cosa buena, hice la vida sin amigos, entre puro sobresaltos y fugas. Por el lado de los reclamos hice la vida, entré a muchos pleitos.

Alejo fue un gato callejero, conocer ese dato me hace sentir más su fragilidad, me anticipa su necesidad de cariño.

En las madrugadas escucho que se acerca a la ventana, intenta darse a la fuga; por la tarde, pasa horas frente a la puerta de la casa, detenido en la luz que se cuela por debajo. Terminado el quehacer me puse a leer las noticias, me enteré que, en algún, lugar hubo un gato adoptado por la administración de un asilo, me imaginé que para que hiciera compañía a los viejitos.

En la nota se registra que un trabajador se dio cuenta que el gato elegía la cama de los ancianos moribundos y que ahí decidía echarse a dormir y que -a las pocas horas- el dueño de esa cama fallecía.

La vez en que el gato anticipó la muerte se repitió por cien ocasiones, todas fueron comprobadas por el personal y la administración del asilo. Puedo ver al gato seleccionando la cama para hacer su sueño.

El negocio muy al principio daba trabajo a gente de fuera, despreciaba a los locales, la gente del pueblo no tenía la capacitación para tomar esa chamba; las cosas ya cambiaron, el trabajo se mueve y cambia de formas, de principios en busca de contundencia; vine al pueblo porque me encargaron dos chambitas.

Al regreso a casa puse la cena del gato, en la cocina escuché el aparato de sonido. Pangalino con voz clara dijo los platillos que se ofrecían para la cena y, en seguida, dio la invitación para asistir al velorio de los dos finados.

* César Rito Salinas (1964), escritor oaxaqueño con trayectoria, tiene inéditos un libro de crónicas de la ebriedad, Un tal Malcolm Lowry, y una novela corta, Dos veces el camino. Este cuento que ahora publica Estado 20 pertenece al proyecto La ciudad del aire, libro de cuentos en preparación.                       

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