César Rito Salinas
Me agrada el oficio de escribir,
uno no está obligado a leer hasta el final los libros
Para Félix de Jesús Monterrosa
Sabemos cómo se hace el automóvil y sabemos cómo se escribió el Quijote, pero nada sabemos de las calles y la gente del mezcal, su agitado espacio sobre la ciudad como alas de murciélago.
UNO
Digamos que el espacio cuenta.
Si ubicamos en la geografía a la ciudad de Oaxaca cualquier referencia logrará en nosotros la certeza; si buscamos un barrio, China, una de sus calles, Díaz Ordaz, un número, 712, tal vez las guías resulten inútiles.
En la Mezcalería CUISH crece la sombra a medio patio y se tiende al pie del retablo con damajuanas cargadas de mezcal; nunca el vidrio dijo tanto con tan pocas palabras.
La gente que llega se integra sin saberlo a la fundación de la experiencia oaxaqueña, al clan de los mezcólatras.
Aunque debo reconocer que cualquier profano bebe mezcal, existe una logia de los admiradores del arroqueño, del barril, del tumbado. Pasarán las horas, si tenemos suerte seremos testigos del asombro. Al centro del retablo de los mezcales, un atisbo: Murciélago con ojos de relámpago guarda a los bebedores, recibe por tributo sed y suspiros, desesperanzas.
En noches de luna nueva cubre con sus largos dedos los campos de los valles centrales, donde lo aguarda el agave en flor; nadie puede negarlo; entre los muros de la vieja casona se extienden las amplias membranas de la deidad, que transforma algunas noches el suelo árido de los pueblos en profundas, sonoras carcajadas de memorioso mezcal.
DOS
Tarde nublada
El mezcal carga asombros
Días de infancia
TRES
Son de la loma. La mujer cruza 20 de Noviembre con luz verde, al instante en que alcanza la esquina vuelve a cruzar.
Sobre la resolana algunos autos conservan la vaga imagen de los saurios. No hay piedras, pero el aire caliente del mediodía nos hace imaginar las piedras solas de un río ausente. Oaxaca arde de sed; sabemos que la temperatura ambiente influye sobre la conducta de las personas, pero nada sabemos de la acción de las temperaturas sobre los cuerpos, aunadas a ciertas atracciones lunares.
La mujer persigue una dirección, Díaz Ordaz 712, cuenta con indicios: su sed, la lenta transpiración que resbala por sus costados, cierta percepción de dichas pasadas. En la hora del extravío algunas referencias guían nuestros pasos, como si volvieran a sonar las voces de la infancia.
En la hora del calor hay angustia y certezas; algunos afirman que instantes antes de perder la razón se goza de cierto juicio exacto.
En la cabeza de la mujer emerge la imagen de una botella. La etiqueta que dibuja al dios murciélago y al colibrí en fertilización.
En barrio China llega a la dirección que busca; al entrar, recibe la música antillana, Son de la loma, que trae a su rostro el claro golpe de la brisa marina. En el aire de los Valles Centrales apareció la arena tibia, el agua azul coronada de espumas, Roberto, el encargado de la barra le ofrece un vaso con agua mientras levanta la pregunta: ¿un mezcal?
CUATRO
En Monte Albán
Golondrinas al vuelo
Tarde con mezcal
CINCO
Para recobrar fuerzas me propongo dar vueltas por su barrio, hablar solo frente al tiempo que lleva prisa, atado a ciertos aromas de la infancia.
Hay ausencias que se aligeran cuando se encuentran con los pasos caminados. Busco presencias herbales, florales que me conduzcan a puerto seguro. De Ella brota lo bueno de la tierra, sin Ella el espacio se consume en envidias, competencias. Ando en silencio, como se cuece el maguey en el campo, a fuego lento.
El aire que arde convoca aromas que se levantan al contacto con ciertos silencios. Camino cargado de preguntas: ¿por qué será que la extrañeza sabe a mezcal? ¿Hay una divinidad protectora de los tristes que acude a socorrerlos? Su ausencia tiene notas de la cocina de mi madre.
El barrio es inmenso, ella es una chica del Centro. Los postes de la luz, los baches, las ancianas frente a los establecimientos comerciales marcan el canto de los sentidos. El espacio cobija plantas que hierven desde el principio de la tierra. Huele a maguey cocido. ¿Qué aromas saldrán de esta cocina? No lo sé, soy agave sin memoria.
Me recargo en las piedras, observo el cielo repleto de banderas que se agitan con el aire de las certezas. ¿Por qué sus pliegues agitan el nombre de las plantas amadas? Somos aire que arde, que se esparce entre cenizas; me acerco a la mezcalería CUISH, en barrio China, pido un mezcal de la maestra Bertha: tobasiche de San Baltazar Chichicápam, cincuenta grados. Afuera, los oficiales de tránsito multan automovilistas.
Las primeras gotas del líquido crecen en mis papilas con la paz con la que ella me dejó encargado, en espera de su regreso.
SEIS
Algunas veces mirar el cielo resulta fatal, acelera al corazón, lo prende de congojas; la vista no alcanza a distinguir entre barruntos.
Lo mejor será meterse a casa, cerrar la puerta, dejar de jugar las divinidades. Encerrarse será buena medida como para protegerse de la desgracia. Con el cambio de signo de las horas me da por imaginar a la gente antigua, con su mirada podía abarcar toda la tierra, cielos y mares incluidas la hora ingrata; hay días en que el aire se llena de hiel, de mi infancia no digo nada, fui feliz, me amaron mis padres y hermanos.
Mi madre, Facunda, me enseñó la defensa efectiva contra la envidia, torcer hilos. Ella venía de esa sangre intocada por las letras, analfabeta. Su madre y su padre, sus hermanas hicieron la vida de esa forma que utiliza la punta de la lengua, humedecer sus labios para saber del futuro; maneras de gente silenciosa. Podía hablar el lenguaje de los árboles, las hojas le decían las desgracias por venir. Del mundo observado armaba el mundo en de cabeza, al que le era fiel.
«El infortunio llega puntual, no lo esperes, no lo busques», decía. Los objetos que nos rodean están cargados de seres. A su manera fue feliz, viuda creció cinco hijos, siempre un paso adelante de los hechos. En atisbo. Dicen que los ciegos desarrollan los otros sentidos para orientarse incompletos; los analfabetos, también, con una pequeña diferencia, no palpan, saborean el aire.
Conversan con él, habitan el silencio; no piden porque para el excluido pedir resulta un lujo. Llegan a conocer aquello que está en el corazón del viento. Y ahí ponen su propio corazón. Se conocen. Imagino que de tantos saberes que existen sobre la tierra ellos, los incompletos, eligen uno, conocer de su corazón (hay gente que intenta saber de aquello que nada le aporta una experiencia).
La madrugada de sábado llamó tres veces, no pude contestar. «Estoy triste», decía el mensaje. Por la mañana hablamos temprano, en tono de voz había un cambio; mi madre me enseñó el secreto para leer el aire, la variación de su salinidad. Cuando ella dijo estoy triste saqué la punta de lengua, ahí estaba aquella sustancia de la cual mi madre me había hablado, «no la llames, viene sola». Mirar al cielo causa congoja, en un tiempo dije que mi renuncia a verlo se debía a una forma extraña del dueño por la muerte de mis padres, mis hermanos; «hay gente salada que escupe el aire», dijo mi madre. A veces digo que negarse a mirar el cielo no sirve de mucho.
Cuando siento que esto ocurre hago la vida de analfabeta, no interpreto, protejo mi cuerpo de los cambios bruscos de temperatura, mis manos buscan -sin que yo me entere- tejer hilos imaginarios.
SIETE
Oaxaca con su cielo de zafiro, nubes altas sobre que otorgan a la luz de la tarde la característica que buscas pintores y fotógrafos; la ciudad fue amada por D. H. Laurence, Malcolm Lowry, Pablo Neruda y Julio Cortázar (ahora recuerdo una crónica de Cortázar sobre Monte Albán).
La zona poniente del centro tiene su encanto cargado de historias; en barrio China habitan los descendientes de la gente que hizo retroceder el cauce del río Atoyac.
Acá habitaron mujeres y hombres que pusieron las piedras de la iglesia de San Juan, fundada en el siglo XVI por frailes españoles.