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viernes, septiembre 20, 2024

Punta bañada

Reportajes

Lo anduvieron buscando toda la tarde por los escondrijos de la Bahía. Ansiosos preguntaban por él con sus voces de gato: “¿ay, no lo han visto a Popocha?” y la gente agrietada por el aburrimiento de los días amontonados en su ánimo, aunque lo hubieran visto contestaban que no. La encomienda hacía que perseveraran hasta que, tal vez el azar o por la persistencia de la búsqueda, se lo toparan frente al vado del arroyo. Popocha, evasivo, preguntaba con grosero desdén que qué verga querían, y ellos en coro felino respondían emocionados que precisamente eso. El arreglo económico les llevaba un tiempo mínimo; luego salía a relucir un celular, para notificar el hallazgo y el amarre pecuniario. En cosa de dos minutos pasaba por ellos la guayina de lujo donde transportaban al tigre hasta los fundos de Punta Bañada.

Quienes la conocieron dicen que en verdad se trataba de una mujer extraordinariamente bella. Pero también hablaban de su soledad, de sus incontables intentos por tratar de remediarla con la compañía de un varón propiciatorio. Pero cinco décadas ya fueron suficientes para preconizar su destino, y se empezaba a hablar de la belleza como una desventaja. Dinero, viajes, honores, sumisiones, todo en balde. La satisfacción íntima no llegó, contra todos los pronósticos, y ella, trasegando las hojas de su otoño, buscaba el fértil arrebato que la reivindicara, por tantos años escurridos sin la explosión del cuerpo y sin la implosión del alma.

El litigio duro varios meses, para dejar al margen la especulación sobre la dimensión de aquella penca tan prestigiada. Desfilaron topógrafos, extensionistas y hasta poetas que salían como de un sollado, oliendo a brea y grasa. Fue la voz profunda de Canelo la que emitió el dictamen en forma concisa y oportuna. “Esa madre mide geme y medio”, expresó, “un poco más que una cuarta legal”. Así a todos nos quedó bien clara la noción de que aquel era el tigre, un indiscutido rey de bastos.

Y se apersonó sin preámbulos en la alcoba de la Bella, como si ya hubiera estado ahí, simulado en las cortinas, o detrás de la puerta. Esgrimiendo su argumento carnal, permaneció largo tiempo sin saber qué hacer, hasta que una voz delicada lo apremió a acercarse. Afrodita tomó entre sus manos el temple de la mazacuata y se metió en ella hasta con los ojos. Súbito los gatos empezaron a maullar como desquiciados y los perros a ladrar desaforadamente. 

Al final de la jornada, la comitiva anduvo buscando, con desesperación, al cerrajero del pueblo. Andaban encandilados, porfiando su descontento. Lo encontraron medio embrocado sobre un colector de basura, blandiendo con ojos desmesurados los restos de una botella de vidrio. Jactancioso, “ustedes no me sirven ni para el arranque” les dijo, y se clavó totalmente de cabeza hasta el fondo del trasto. Los chapeados se echaron a correr entre lamentos y exclamaciones de júbilo. Es todo, es nada. 

Fer Amaya 

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