Todo se encontraba en aparente calma aquella mañana de agosto en Punta Izuca, cuando Lalo Fierros tomó su morralilla de cuerdas y su vara de otate y se encaminó al risco para cobrar alguna presa, entre pargo romo o cabrilla, para ganarse el almuerzo de ese día. Al carecer por el momento de carnada echó mano de la vara, armada con un clavo en el extremo, a propósito de prender algún cangrejo para ensartarlo en el anzuelo de mediano tamaño que amarró en su cuerda del sesenta.
Para llegar al lugar en donde ocurrieron los hechos, se tiene que bajar por una accidentada vereda franqueada con matas de palo mulato, cuachalalá y copal. Hacer el tramo necesita conocimiento del lugar y mucho equilibro y agilidad, pues se trata de una saliente que se resuelve en fosa ya al final del promontorio. Lalo Fierros contaba aún con esos atributos, en la flor de la edad, cuando se toman decisiones a fin de resolver algunos asuntos de vida, y de complicar otros, como sucede con todos, en esa aspiración de libertad no exenta de duelos y contrariedades.
Vayamos pues a los hechos. Lalo tomó su pértiga con clavo para disponer de un cangrejo como carnada, cuando azotó la primera ola de un mar de fondo sin pronóstico para ese día. Aquella plancha de agua tomó por sorpresa a Lalo que resbaló sobre la piedra y fue a dar a la cornisa en donde quedó prendido con sus manos en un acto casi reflejo de sobrevivencia. El hecho fue observado, desde la altura, por Carlos, el albañil, quien andaba construyendo los primeros cimientos en el área para una casa habitación con vista al mar. De inmediato Carlos les aviso a Lauro y a Alvarito sobre lo que estaba pasando con Lalo Fierros en aquel lugar con las olas de mar de fondo ya volcadas con furor sobre las piedras del litoral. Alvarito y Lauro en el apremio de echarle la mano a Lalo abandonaron sus ocupaciones y con dificultad doble llegaron al lugar en donde este había quedado de bruces sobre la piedra.
Cuenta Lauro que lograron llegar hasta el sitio en donde Lalo se encontraba prácticamente empotrado sobre la roca en un afán ya casi inconsciente de supervivencia, y que hicieron todo cuanto estuvo a su alcance para evitar que el agua se lo llevara, expuestos ahí a un golpe de mar de fondo capaz de desnucar a cualquiera. «Pesaba lo que no tienes idea», comento Lauro, «aparte de ser un hombre grandote, el cuerpo relajado hizo que pesara más». Comenta Lauro que, después de aquel esfuerzo, Alvarito y él sentían desvanecerse en la lucha con un elemento tan dócil cuando está en calma, pero tan agreste cuando se desborda. «Íbamos a ser tres los arrastrados por el mar ese día, por nada y nosotros también nos íbamos a ir a hacerle compañía al buen amigo Lalo». Agrega Lauro que escucharon un grito que los conminaba a salir del lugar, y que él, en un último intento, quiso recuperar a Lalo enrollando su largo pelo en la mano que le quedaba libre, pero los gritos de apremio y el sobrepeso momentáneo del accidentado lo hicieron soltarlo. Aún pudo ver como resbaló hacia la rada y dando giros vertiginosos se hundió en el mar. Ellos pudieron salir gracias a que el albañil bajó con un polín delgado y, colgándose de él, con mucho esfuerzo, libraron la pendiente escarpada.
Hoy vinimos a ofrecer una ofrenda a la memoria de Lalo Fierros, su familia, conocidos y amigos estuvimos presentes. Había un leve mar de fondo cuando sus hijas lanzaron una corona de flores al lugar en donde para siempre se hizo infinito. Yo dejo esta memoria a manera de una modesta guirnalda en forma de escritura, también para la consumación de los siglos y los sueños.
Fernando Amaya