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jueves, septiembre 19, 2024

Rapsodia carey

Reportajes

Un día cualquiera, de visita por el Centro Mexicano de la Tortuga de Mazunte, algo me llamó fuertemente la atención, al grado que, en tanto el grupo al que me integré se alejaba, detuve mis pasos por más tiempo al borde del estanque de las especies adultas. Era que un hermoso carey, de nadar ligero y elegante, había pronunciado mi nombre.

Primero fue el azoro; después, la curiosidad. Me confió, con sigilo, que en realidad ella era una princesa encantada que, para escapar de sus captores, se vio en la necesidad de adoptar la forma de un ser afín a su naturaleza. Luego un pescador la atrapó en altamar y la llevo a aquel sitio de confinamiento.

Después de una débil resistencia, opté por escuchar sus instrucciones. Me dijo que esa misma tarde tenía yo que dirigirme a una pequeña ensenada frente a la Roca Blanca, porque allí, ella había sembrado el sortilegio para que la persona elegida, dirigiéndose a sus potestades, pudiera conseguir el dije que le devolviera su apariencia normal; era urgente, de lo contrario, todas las especies de tortugas sobre el planeta, en un colapso definitivo, se extinguirían para siempre.

Pasado aquel trance, me reintegré al grupo de visitantes, para retirarme después despidiéndome de los guías y vigilantes con un mañana vuelvo más.

Aquella misma tarde me dirigí a Playa Camarón y, justo a la hora del ocaso, las aguas sumamente cristalinas del lugar me permitieron ver como emergía, para colocarse suavemente sobre un lecho de piedras color pardo, un batiscafo apenas del tamaño de un tinaco de cuatrocientos litros. Lo único que hice fue acomodarme en la concha mullida y confortable que me ofreció como asiento para que, una vez que la escotilla en forma de valva cerró, la nave deslizara suavemente su nomenclatura, frágil en apariencia, sobre el fondo marino, permitiéndome contemplar la maravilla de esas profundidades, a pesar de la semioscuridad.

Navegamos aproximadamente dos meses en esa dimensión del tiempo. Cuando nos detuvimos, la pantalla del navegador marcaba latitud cero, paralelo veinte. Calculé que estábamos frente a las costas de un país de Sudamérica, tal vez Ecuador. Pero muy a fondo, porque pululaban aquí y allá multitud de candelillas de peces abisales.

El perol submarino se depositó suavemente sobre una plataforma coralina. En ese momento, todo quedó a oscuras.

De repente, estaban ahí todos los miedos de mi infancia compitiendo con el atrevimiento. El artefacto, de nueva cuenta se empezó a mover de regreso, y en ese momento la luz rebosó el compartimiento y su marea se fugó con creces hacia el mar. Sobre el minúsculo tablero de orientaciones, algo jugaba con esa luz fría: una cadenilla y, en ella, una tortuga mínima, forjada con un material parecido al cristal de roca, destellaba convincente.

En el trayecto de vuelta extrañé un poco mi casa y mis libros por estar contando un tiempo distinto al de mi vida ordinaria. La nostalgia se disipó cuando el batiscafo me desembuchó sobre el tamiz pétreo del embarcadero de fortuna para hundirse, ahora sin remedio, en el insondable mar.

Al día siguiente, fui el primero en llegar al avistadero de tortugas para integrarme al grupo que abrió una nueva jornada de visitas. El guía nos alentaba a hacer preguntas sobre la vida de los quelonios y un niño inquirió si éstos tenían una reina y el guía contestó que no, pues no se trataba de abejas.

Ya en el estanque de las especies adultas confesó su envidia por la suerte del macho que cabalga a la hembra en una cópula prolongada e insomne. Dejé que el grupo se retirara para permanecer más tiempo ahí y cuando noté que nadie observaba, coloqué, con comedimiento, el diminuto torzal en el cuello de la carey de mis desvelos que, ante mis ojos incrédulos, se metamorfoseo en una mujer de belleza espléndida. Con presteza abandonó el estanque y se me aparejó con una seguridad y con un valor que por poco me congelan. Pasado para mí el momento de confusión, haciendo pareja, nos aprestamos a salir. Confundidos en el alboroto de la gente que a esa hora ya abarrotaba la entrada del Centro, de retirada solo alcancé a escuchar el comentario de un guardia que dijo: “Vaya, El profe sí que se sabe bien acompañar.”

Accedimos al lugar de embarque por un camino marcado sobre las rocas del Risco de Aragón. En el momento final, para llegar a la comprensión total, nos abrazamos largamente. La despedida fue un beso inolvidable. Ella me dejó en el corazón la añoranza que ahora les comparto. Esa misma tarde, el Centro publicó en los medios locales, el extravío de un ejemplar único de tortuga carey, ofreciendo una generosa gratificación a quien diera informes de ella.

Fernando Amaya

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