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jueves, noviembre 21, 2024

Reconstruir la identidad negra dibujando: una mirada al semillero creativo de Amapa

Reportajes

  • Niños y Niñas de una comunidad ubicada en el municipio de Tuxtepec, Oaxaca, en la región de la cuenca del Papaloapan, fundada en 1769 por un grupo de negros cimarrones, reconocen su pasado histórico a través de la pintura para autonombrarse como afrodescendientes.

Texto: Karen Rojas Kauffmann / El Muro Mx
Fotos: Antonio Mundaca

Signo de selva el tuyo,
con tus collares rojos,
tus brazaletes de oro curvo,
y ese caimán oscuro
nadando en el Zambeze de tus ojos

Nicolás Guillén. Madrigal

Amapa, Oaxaca.- El arte es una construcción social. Una forma de recuperar la identidad colectiva. Melani, de seis años, no lo sabe, pero todas las tardes como durante casi dos años, asiste a clases de pintura en Nuestra Señora de Guadalupe de los Morenos de Amapa, una pequeña comunidad ubicada en el municipio de Tuxtepec, Oaxaca, fundada en 1769 por un grupo de negros libertarios que huían de villa de Córdoba, Veracruz, donde trabajaban como cañicultores en trapiches y procesaban azúcar de pilón y aguardiente de caña.

Melani es una niña de sonrisa dulce y ojos color melaza. Cuando abre su cuaderno de dibujo de las hojas saltan gallinas y conejos de colores, palomas con flores de pétalos azules, garrobos que parecen dinosaurios y pelotas rojas de beisbol volando en el aire o estrellas titilando en la profundidad de la noche. Ella y otros 37 niños de la comunidad, asisten de lunes a viernes al Semillero Creativo de Amapa, Pintura y Serigrafía para que a través del arte desarrollen la convivencia, solidaridad, participación y cultura de paz que aminoren las violencias cotidianas, y el rezago social que desde hace años padecen sus habitantes.

Melani, de seis años, es integrante del Semillero Creativo.

Amapa fue un pueblo de negros cimarrones. Hoy es una aldea muy diferente a los campos, que hace más de 250 años, eran la puerta de entrada al comercio entre la montaña mazateca y las exuberantes llanuras del Sotavento, tan parecidas a las estepas africanas. Abandonada por pobladores y gobiernos municipales, Amapa hoy es una loma de poca elevación que se derrama en medio de árboles con follajes inmensos, y frutos que se pudren por el sol bajo el ardor húmedo de la tierra a las dos de la tarde.

Aunque la comunidad cuenta con un pasado colonial bastante bien documentado en los archivos del virreinato, para los habitantes sus orígenes no son tan evidentes. Salvo la iglesia que se alza en la plaza principal del pueblo, no existe otra prueba de su pasado como aldea de esclavos rebeldes. Tampoco abunda el aspecto fenotípico entre los pobladores, como sí ocurre con la gente de los pueblos ubicados a lo largo de la costa oaxaqueña.

Esta ausencia de rasgos físicos asociados a la negritud y complejos procesos históricos de exclusión, han generado que los pocos residentes de Amapa y de otros pueblos ubicados al rededor de la cuenca del río Papalopan, mantengan una resistencia muy marcada a reconocer su pasado histórico y autonombrarse como afrodescendientes. Para contrarrestar esta invisibilización, según la Secretaría de Cultura del Gobierno de México, a través del Programa Cultura Comunitaria, “abrió un grupo de formación artística gratuita y con enfoque comunitario”, que por medio de la pintura promueve procesos de resilencia y resignificación de la identidad negra. Un espacio creado para ejercer los derechos culturales de los amapeños que se han quedado al margen de las políticas públicas institucionales.

Niñas y niños del Semillero resignifican la identidad cultural a través del arte.

“Para nosotros el semillero es un lugar de creación muy importante, porque durante la infancia definimos nuestras identidades sociales, pertenencias familiares y la red de amistades, entonces aquí reflexionamos colectivamente sobre lo que significa ser negro. No moreno, oscuro o prieto: Negro”, dice Jaime Yáñez López, pintor, grabador y músico, un versador y nahual de garganta y manos abismadas, muy querido en la región del Papaloapan por su contribución a la cultura jarocha en Oaxaca, y quien por las tardes, cuando los gritos de los niños revolotean las alas como pichos entre las ramas de los árboles, urde una relación con las infancias amapeñas donde “lo más importante es que disfruten el proceso de aprender sobre sus raíces, creando”.

COMO FROTAR LA LÁMPARA DE ALADINO

Amapa es un pueblo donde el aire sopla caliente y las casas parecen alejadas del del mundo. Mientras te vas internando, sin pavimento ni banquetas, las calles son brasas que arden y la llanura, a lo lejos, parece una laguna transparente, un cauce claro estancado en el tiempo. Estamos a 45 grados. Amapa es una palabra de origen náhuatl que significa “en el río de los amates”, pero en el pueblo no hay red pública de drenaje y la calidad del agua es poca y muy mala.

Camino con Jaime hasta llegar a la Agencia Municipal donde están los niños jugando entre la hierba, y llenando con sus dibujos la tarde. En Amapa no hay plazas ni jardines públicos. No hay canchas deportivas ni parques con juegos infantiles. Tampoco hay biblioteca ni Casa de Cultura. Frente a la única iglesia del pueblo, una resbaladilla oxidada nos recuerda lo lejos que estamos del cielo.

Una tarde en la que se oía el rumor de una llovizna lenta, Kimberly, de 12 años, dibujaba un horizonte triste. “Verde pero triste”, recuerda Jaime. “yo le dije, mira bien a tu alrededor, y ponle algo que alcances a ver que haga tu cuadro más interesante, podría ser un árbol”, insistió. Kimberly miró de frente la llanura sobre las protecciones de la Agencia Municipal sin vidrios, mientras el siseo de la lluvia soltaba su legión de grillos en aquel agujero sin chiste. Cuando regresé, me cuenta Jaime con los ojos pelones, “sobre el horizonte estaba ahora una resbaladilla brillante. Una resbaladilla de un rosa centelleante, como si en el cuaderno la hubiera bañado el rocío”.

Jaime Yáñez López, pintor, grabador y músico.

“Ahí pensé en el poder que los dibujos de los niños tienen”, dice Jaime entusiasmado. “Cuando haya pasado el tiempo y la resbaladilla vieja ya no esté, Kimberly podrá recordar una parte importante de su infancia”. El Semillero Creativo en Amapa es un espacio donde la imaginación y el encuentro con el otro son los ejes. Saber quiénes son y de dónde vienen es una oportunidad para que se reconozcan como sujetos sociales, como entes históricos capaces de articular opiniones sobre sus experiencias individuales o comunitarias en la vida cotidiana.

Además el trabajo que realiza Jaime para que se reconozcan y autoadscriban como afrodescendientes, les permite conocerse en toda su dignidad y que identifiquen los contextos de racismo, discriminación o xenofobia en los que viven. “A mí me encanta trabajar con los niños. No me gusta que tengan que seguir reglas o normas muy rígidas. Yo quiero dejarlos que experimenten con los colores, con las texturas porque siempre me sorprenden. Me gusta pensar que el Semillero Creativo es como frotar la lámpara de Aladino, y que la pintura sea la magia que les permita vivir sus vidas, porque la pintura es reveladora”.

Jaime Yáñez López es un hombre sensible. Un hombre que cree en el poder transformador del arte. Me cuenta que de niño, a los once años, pintaba al Che Guevara mientras escuchaba a Atahualpa Yupanqui o a Violeta Parra. Llegó de Guadalajara a la Cuenca del Papaloapan en 1977 y se convirtió en el primer laudero que experimentó con metal. En abril de este año el gobierno de Tuxtepec le entregó el reconocimiento Elías Meléndez Núñez a la Tradición Sotaventina.

“Yo les digo a los niños constantemente: no siempre intentes llevar a la línea. Deja que la línea, de vez en cuando, te lleve a ti. Eso yo lo aprendí hace como 20 años cuando empecé a dibujar y me esforzaba porque las formas fueran como yo quería. Un día dije, no, que sean como quieren ser. Entonces de pronto trazaba líneas que sin usar borrador, sólo trabajaba. Rápidamente se me hizo mucho más interesante a lo que había llegado que lo que yo buscaba. Desde entonces, siempre pienso en qué es lo que la línea me quiere decir”.

En Amapa está cayendo la noche. No hay estrellas. Sólo un cielo plomizo, una luz parda que nos permite caminar un kilómetro para salir del pueblo hasta la primera desviación de la carretera Temascal-Tierra Blanca. Jimmy y yo guardamos silencio por un rato. El aire todavía es un puñado de leños encendidos en la boca del infierno. Nos bajamos en un páramo conocido como La Granja, donde tomaremos una Urvan que vendrá desde Veracruz, y que 50 kilómetros después, atravesará la frontera con Oaxaca como todas las noches lo hace Jimmy para llegar a casa.

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