Representaba mi identidad, la grandeza de mi raíz alongada y profunda, la más ancestral memoria de mis antepasados que bajaron de las nubes para poblar las montañas agrestes de la región única, por hermosa, a la cual pertenezco.
Como bien lo dijo el eminente sabio griego Prócoro Octaviano, en su celebrada Suma Cabalística, los primeros pobladores del mundo fueron los trilobites alsacianos, extraordinaria raza de guerreros cuneiformes, leídos en el vestigio de las piedras fanerógamas.
Pero, sin lugar a dudas, la nuestra es una cultura mejor por el atavío de nuestras gallardas mujeres y la emblemática apostura de nuestros airosos hombres, ejemplificados por la intrepidez del colorante y los holanes, encajes bordados al bies de un alba de cantos inexpresables.
Todo iba bien pero hoy he perdido a mi bóxer rojo, antiguamente llamado calzoncillo, al que la modernidad ha denominado de una forma más apropiada; no obstante, la posibilidad de que se le confunda con un perro de no muy buena reputación, por su afición a morder cerdos sabrosos y pacíficos.
Sé que no es sensato, poco he recorrido las páginas que en materia de réquiems para calzoncillos rojos debo consumir, la bibliografía es extensa y la conozco, merced a la generosidad de Xerox y Wiki, trasunto de la banalidad obvia.
Vieran, cuántos flamazos resistió mi encarnada prenda interior, cuantas erecciones matinales y mordidas de lobo y arañazos de roca, la publicidad sonora del intestino mayor.
Ahora, en el momento más aciago, claudicas hermano bóxer. Toma en cuenta que hay discusiones pendientes respecto a la urgente necesidad de unificar a la raza predestinada, para establecer un feudo de inmortales; sin lugar a dudas, gente bonita y bien portada, como el maíz transgénico y la energía eólica, para que no se vayan a expresar mal de nosotros, la vecindad de piel impecable y de cartera también.
Oh bóxer amable y silente, cómplice discreto de mis inquietudes corpóreas, hoy que vas a morar el altillo común de la ropa vieja, recuerda esas tardes maravillosas en que degustábamos arroz con leche o lechecilla y, de paso, obteníamos la referencia más fiel de labios de esas mujeres sabias, portadoras de milenaria herencia, que sabe lo mismo bordar un lindo pescadito no salgas de aquí, que anegar de sabores especiales la degustable vastedad de nuestros banquetes rituales.
Disculpa estos suspiros, tal vez vanos pero sinceros, inmortal bóxer rojo. También disculpa el que ahora me refiera a un hermoso trasero, todo cubierto de encajes; hubiera cambiado mi fortuna, que no es poca, por pasar el dorso de mi mano sobre esa mejilla espectacular, alta como la popa de una carabela, vasta como la esfera de un planetario.
Mi cabeza empieza a girar cuando evoco la experiencia de imaginar esos glúteos ostentosos que, algún día borrascoso, los gusanos reducirán a briznas de carne putrefacta; después a gleba; después a nada.
Si los vaivenes impredecibles del destino hubieran dictado su posesión a mi favor, ese trasero hubiera terminado en poesía, facturada con la voz de mis densidades nerudianas, o con el barniz de mis ojos rojeños.
Pero, nada hermano bóxer, fui expulsado del paraíso por los dioses mediocres de la suficiencia, y ahora vivo desterrado en la patria de los parias, los que no alimentan su sed con el agua de la felicidad discreta y la pasión bien organizada.
En fin, como no tengo nación ni gallardete que me identifique, hoy claudico de las heráldicas y los atributos nobiliarios, máxime que, al desprenderme de ti, he perdido la última oportunidad de reivindicar mi prosapia y mi pertenencia a una raza de venas impecables y corazón inmaculado.
Fernando Amaya