César Rito Salinas
Hay pueblos en la tierra que de tantas cicatrices en sus calles ya no existen, que se buscan entre láminas ilustradas, los mapas, los censos del gobierno y las rutas de camiones sin encontrarlos. Rodrigo entró en la cantina, barrió el local con la mirada, pero no reconoció a nadie entre la oscuridad y el ruido.
Solo llegó a hacer su trabajo, el aguacero rodaba en la calle, se desbarrancaba con un grito largo de animal en brama.
La pelirroja salió a la puerta, venía huyendo del humo del tabaco y del grito de los hombres que adentro de la cantina estaban metidos en discusiones sin final. Ella obedeció el llamado del agua que caía en la calle, amarilla y azul, entre los faroles del alumbrado público. Ella, como cada noche, sólo hacía su trabajo.
En su mano izquierda llevaba una cerveza como si cargara un fusil o una guitarra pegada al pecho. La desgracia tiene un tiempo largo en la memoria, pero los hechos pasan con la velocidad del relámpago, guiados por una voluntad que nunca llegamos a entender. Ella traía en la cabeza un chongo, y sus recuerdos. Afuera estaba el agua, el aire fresco que la llamaba.
Una silla antes de la puerta el hombre de la guitarra cantaba una canción de muerte y amores. Cantaba. El de la guitarra era acompañado por la segunda voz, un hombre joven con el corte de cabello estilo militar que miraba a los clientes como si buscara el brillo de alguna amenaza entre la bruma de tabaco y el chocar de las copas de mezcal. Hay que darle duro al chupe, cantaba el de la guitarra.
El aguacero buscaba también su acomodo entre la tierra y la guitarra. Cantaba. La mujer levantó la cerveza, miró al cielo negro de lluvia; chulos tragos con el bolso pequeño que se balanceaba sobre la cadera derecha, sostenido por una fina cadenita dorada. La cabeza cargada de recuerdos que se confundían entre el olor de la crema de frijol que a esa hora salía de la cocina mientras la tierra mojada despertaba en la panza la lombriz peluda del mezcal.
Hay cosas como la lejanía, los recuerdos de la infancia, el pasado que vuelven cargados de olores. Cantaba. Hay hombres que se arrastran, los he visto. Hay lugares que sólo existen en la cabeza de la gente, que tienen calles como ríos que no aparecen en los mapas. Como obsesiones. Un corrido muy mentado, cantaba el hombre. Muy mentado, repetía el hombre que hacía segunda. Cantaba.
Entre los olores de la cantina destacó el olor del frijol hervido con hierba de conejo. Cuídate Juan, que ahí te andan buscando. El de la guitarra levantó sus ojos al que le hacía segunda. Cantaba. La calle estaba vacía, la luz y el aguacero tenían campo abierto para lamer las piedras de la iglesia del Carmen Alto.
El hombre que entró a la cantina, Rodrigo, buscó a la mujer entre la oscuridad y los gritos, sus ojos no se acostumbraron al humo del cigarro. Distinguió a la mujer pegada al bolso negro que, antes de ganar la calle, volteó hacia el barullo de la borrachera; contra la brisa del aguacero brillaba la cadenita dorada que sostenía el bolso.
Eso fue todo.
Enfrente alumbraba el foco de 60 watts de la taquería, pero ella sólo veía la lluvia, a su espalda quedó la cantina oscurecida, el ruido de las canciones. El rostro de la mujer se humedeció de lluvia y lágrimas. En la puerta de la cantina llegó la brisa hasta las piernas de los bebedores de cerveza; el agua entró como señora muy señora entre los hombres, abriendo paso entre un mar de piernas.
Hay hombres que se arrastran y del miedo se orinan en los pantalones. Canta, catrina. Canta. La botella de cerveza que empuñaba la mujer llevaba una etiqueta dorada, brilló con la luz del farol, bajo el agua ella distinguió la silueta borrosa del hombre que la miraba, Rodrigo. Canta.
La mujer con los labios pegados a la cerveza oscura, sin apartar sus ojos de la puerta, buscó con la mano izquierda el bolso pegado a su cadera derecha. Canta. Por un momento se detuvo, clavó su mirada tras la botella como si en el aguacero ya todo hubiera ocurrido y el agua sólo fuera un recuerdo que se mueve lentamente entre la noche y la desesperanza. Ella sólo hizo su trabajo.
La lluvia caía con un solo propósito, mojar los lugares del recuerdo. El agua cantaba mientras el hombre de la segunda voz apuntó el revólver hacia la puerta, lo vi claro; lo llegué a verlo de frente.
Ella ya no estaba en la banqueta, se movía en la calle como si buscara acomodo entre los autos, el aguacero y el chongo que ataba sus cabellos. No llegué a saber si se escucharon antes las detonaciones; sólo puedo asegurar que claramente escuché el rebotar de los casquillos en la calle; el humo se disipó, en la banqueta brillaban dos casquillos de 38.
Siguió la lluvia, sostuve el plato de tacos con las manos, mientras, apretadito en mi cintura, el revólver tibio dejó sentir su peso.