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domingo, diciembre 22, 2024

Scherzo de marea

Reportajes

Esa vez, todos los peces evacuaron la bahía, azotándose sobre el empedrado de la calle principal, por el andador y sobre la vereda de los aguajes. En la mañana, cuando invadieron la tienda de Lucía, se les veía agrupados en manchas de la misma especie, alguien comentó que hasta del mismo tamaño. Después del mediodía, navegaron la atmósfera, constituidos en grupos heterogéneos que se integraban y desintegraban, en una marea de escamas sin pronóstico ni registro posible. Algunos, inopinadamente, se encamaraban sobre las ramas de los árboles, pirateando cantos de zanate y arrumacos de cotorra; después, se les vio ganar la altura de los techos para dejarse caer en sincronía, como jugando a la resbaladilla. Ahí estuvo el pierde, porque no todos salieron bien librados, algunos se precipitaron en la sartén del maleficio, a la hora del merecimiento. Cubetas, taras, bolsas de mandado, y hasta buchacas en siesta, pescaron ese día de manera involuntaria, aunque la mayor parte del cardumen se restituyó al mar por su propia cuenta y sin ningún problema.

Uno solo de todos los peces valió la pena. Discutido entre esmedregal y mujer, se domicilió en el estanque del laurel. Cuando los viejos del pueblo dieron su veredicto y le otorgaron la segunda condición, no faltó un arriesgado que quisiera contraer nupcias con ella, sobre todo porque, fuera del estanque, siempre fue un ejemplar bípedo digno de la más alta consideración. Pero su rango de vida estaba indisolublemente unido al medio acuático, y eso todos lo entendimos a cabalidad. Por eso nos propusimos construirle un estanque nuevo. Con nuestra ayuda, el Colorado lo plomeo, tabiqueó y azulejó en tiempo récord, para que, en las tardes, como solaz de costumbre, nos reuniéramos a propósito de admirar la hermosa cola plateada de la ondina, que trazaba (en el agua cristalina) estelas y arabescos de plata. 

Con el tiempo llegó a permitir que alguno de nosotros la acompañara dentro del estanque para ejecutar una danza a nado, animada con palmas y voces que iban subiendo de intensidad a medida que agotábamos la comunitaria tinaja de una bebida que preparábamos con agua de coco, leche, alcohol, canela y hierbabuena. El único percance del cual se tiene registro por petenera es el de un primo al que le agarró el sueño dentro de la pila, después de que todos nos fuimos, y hubo que largarle el agua del buche, colgándolo de una de las ramas del laurel para después tonificarlo con un bebestrejo a base de eucalipto y mejorana; así anduvo por un buen tiempo, contrito, con la cabeza amarrada y con manos y pies de malparido. 

La primera señal fue un cambio de actitud en nuestra gente: nuestra displicencia proverbial se trocó en atingencia meritoria; volcados en el esfuerzo común, empezamos a concurrir estrechamente unidos para reconfortarnos en las celebraciones de duelo y sobre todo, en las fiestas donde hacíamos gala de nuestro paganismo irredento. El segundo indicio, fue que, a partir de entonces, abundó la buena pesca y nuestro pueblo cobró fama por eso, ya que fuimos por mucho tiempo, el surtidor de proteínas más generoso en toda la comarca. Como consecuencia de los dos augurios, la comunidad decidió establecer su fiesta anual, en la fecha del arribo de la Mujer del Mar, como ya nos era dado llamarle, el primer día de octubre, con el recuerdo de una luna esplendente derramada sobre la bahía de manera que no se puede describir con palabras; como quizá, me atrevo a decirlo, el ala de un ángel. Y ahí está el nombre: Bahía del Ángel que, durante el auge del café, pasó a ser Puerto por obra y gracia de la legislación marítima.

Sucedió en los barruntos y escarceos de la primera fiesta anual. El Negro Cristino rompió tres veces el mismo tambor. Felipa se encuerdó y bailó toda la semana. Esteban va para un mes que no deja de cantar. El frenesí de esa algazara nos impidió saber cómo sucedió exactamente. Primitivo, designado para surtir diariamente el estanque del laurel con la cantidad de viajes de agua que El Colorado calculó bien medido, es el único que puede dar cuenta, con veracidad, de lo acaecido. Para nosotros no hay duda, los ángeles llegan del mar; o al menos, en el caso del nuestro, así fue. De tal modo que al mar se regresó cuando consideró cumplida su encomienda.

El último bobollán se apea del mostrador de la tienda de Lucia, y yo me retiro a mi piedra favorita, con un galón de esa arcilla a la que llama caolín, para vaciármela en la cabeza y los hombros, en el intento por curarme así la ausencia de un árbol, un estanque y una sirena, que jamás volverán a aparecer más que en el aproche de mis sueños postreros.

Fernando Amaya 

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