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jueves, noviembre 21, 2024

Sobre el sentimiento verdadero

Reportajes

César Rito Salinas

Los clavos son las piernas de los árboles. Mi madre levantaba los clavos esparcidos en la tierra. “Uno nunca sabe cuándo la gente llegará a pedir ayuda”, decía mientras sus dedos recorrían el sarro.

La casa toda la sostuvieron mis padres con clavos. La azotea está sembrada de clavos puestos a secar al sol de la mañana, extendidos como  único signo del progreso.

Los niños juegan a los trenes y arman sus vagones con clavos que encuentran en el patio. Los clavos en la tierra son cifras que alguien extravió hace mucho tiempo. Los clavos tienen cabeza. En la retorcida forma del clavo está el límite de la propiedad privada.

Escribo y me escucho en el silencio donde rebota la lluvia contra el piso. Acciones y personajes. Todo se ofrece con su propio sonido, su música.

Intento identificar el sentimiento verdadero a la hora de escribir.

Escribo y logro distinguir distancias y objetos a partir de los sonidos; mis manos dan giros a derecha o izquierda en el tablero de las letras, en la ubicación de las letras.

El sonido tiene que ver con el sentido en que rebota la luz sobre los cuerpos. En una segunda parte de esta escritura voy cortando sonidos para obtener un flujo que hace el tiempo de la escritura (todo esto más allá de los significados que están a la vista de todos).

La cosa vista a hurtadillas. El reojo, el filo de la mirada. Las palabras, letra por letra, forman movimientos circulares en las tres hileras del tablero del abecedario.

Unas se forman con giros a la derecha, como manecillas del reloj; otras van a la inversa, buscan el corazón, el lado izquierdo o el rumbo cordial, bueno y lento. La zurda es el lado de las palabras bienhechoras.

Escribo con dos dedos (toda escritura la realizo con el dedo índice, como si recogiera con mi dedo humedecido de saliva granos de arroz, esparcidos en la mesa), ejecuto con mi dedo índice el mundo de las aves, el alimento que funda el mundo de las aves, el aire, el árbol.

Se recargan a la izquierda. Escribo y escucho, el sonido me lleva a realizar cortes y pegadas, agregados y silencios, recortes (sólo me preocupo por mantener la humedad de mi dedo índice, cada cierto tiempo recuerdo pasar mi dedo por la lengua, para recoger el grano de arroz esparcido en la mesa).

Las palabras que se recargan a la derecha matan el hambre. Escucho y escucho. Leo lo que escribo como si fuera un desconocido que mira desde el hombro de quien escribe. Un desconocido que camina bajo la lluvia por una ciudad que sólo él conoce y recuerda pero que yo desconozco y apenas alcanzo a entrever en sus andanzas (lo importante aquí será anticipar cuando se termine el tiempo para recoger el arroz esparcido).

El hombre que escribe permanece más atento al lugar donde pisa que a las figuras que salen a su paso bajo el agua, mercados, autos, depósitos de basura.

Escribo guiado por el aguacero que baja de los árboles, los edificios y los cables de la alta tensión eléctrica.

Logro identificar alguna esperanza que se acomoda entre el sonido que producen mis dedos sobre el teclado, granos de arroz esparcidos en la mesa.

La verdad es que odio a la policía. 

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