Los de San Isidro de las Palmas siempre celebran las vísperas de su fiesta más importante, con mucho más algarabía y boato que el día principal. Esta costumbre se les arraigó desde el día en el que el padre Altamirano los desfasó en la celebración para que así dejaran de reñir con sus conspicuos adversarios del vecino San Isidro del Rumbo. Los del primer San Isidro eran aguerridos; pero, los del segundo eran, materialmente, de armas tomar.
De todo aquello, sólo hubo una muerte que lamentar, por puros malos entendidos. Un poco la inconsciencia de Cupertino Argüelles, por un lado; por otro, las pocas pulgas de Doro Matías, propiciaron los hechos donde, el primero rayó el suelo con su huesudo cuerpo herido de muerte.
—Ya se lo habíamos dicho, —se lamentaba Chago Gocha; —pero ese mi compadre era tan necio, que se fue a meter, sin tomar las debidas precauciones, a la misma cueva del lobo. —Chintroles, —suspiraba—, no debí dejarlo ir, estando tan crítica la situación, y a él que se le ocurre, por sus pistolas, ir a retar a los rumberos.
—Lo raro, —reportó Chago—, es que Doro y Cupe la llevaban muy bien e, incluso, estaban comprometidos para compadres de grado.
—Mire Don, —testificó un caminero que se abstuvo de proporcionar su nombre—, a Cupe no lo mató Doro, este es uno de esos asuntos donde las circunstancias son más fuertes que los hechos, y la razón del suceso así quedó y así lo sostiene la gente.
Este aporte anónimo me movió a buscar referencias más próximas al asunto en aras de que, a Doro Matías, le retiraran esa reclusión que sufría ya desde diez años antes. —Ayúdeme, Maestro, —me mandó a decir muy afligido—, yo no maté a mi compadrito Cupertino, por Dios que lo está oyendo.
Me fui a San Isidro del Rumbo para indagar quien había sido Alcaide en el año en que acaeció la muerte del malogrado Cupe; no fue difícil, pero tampoco fácil quiero decir. Porque para tomar la referencia tuve que aventarme una noche de farra con la famosa Tola Mariche; al otro día, ya en la talacha de curarnos la cruda me dio el nombre.
—Se llamaba Telésforo Ordoñez, —me espetó después de un sonoro eructo—, y para más señas, en ese tiempo, andaba conmigo.
Ya con el dato en mano, me fui a donde Tele presidía una colmena de chamacos, casi de dos en dos, logrados con diferente mujer. Al percatarse de mi curiosidad antes de entrar en materia me dijo, con voz grave y pausada: “uno se aburre de las mujeres Don, pero de los chamacos no”.
Luego con esa franqueza mulata que lo distinguía se explayó: “tocante al asunto de Cupe y de Doro, no hay pierde; mire, Doro no pudo haber matado a Cupe, porque le ganó el sueño en la banqueta; a Cupe lo mató otro, probablemente un tahonero que iba de paso, eso se deja ver; aprovechando la inconsciencia de Doro, le manchó la ropa con el cuchillo y luego se lo dejó ahí a un lado para irse sin riesgos en el caso de que al Ministerio se le hubiera ocurrido investigar. Pero usted sabe, Don, así como los chamacos dibujan monos en las paredes, así las autoridades fabrican culpables en los papeles”.
Me fui a despedir de Tola Mariche, ya con el ánimo más esperanzado; como era efusiva y de talante aguerrido me dijo:
—¿Sabes cuál es lo más grave del asunto, mi amor? —
—No, —le dije, confundido.
—Pues que el tal Cupertino se murió en vísperas y, esos licenciados vanos del Ministerio, capaz hasta eso ponen de pretexto para dejar a tu amigo Doro, ya de por vida, atorado en su huacal.
Llegué a la oficina del Ministerio, así como atribulado por la incertidumbre de lograr o no la libertad de mi amigo Doro. Cuando el encargado de la oficina iba a echar mano del expediente, levantó la cara y me miró estupefacto. “Güencho”, me dijo asombrado, “¿eres tú verdad? cuántos años han pasado y mira como es esto de volver a verte por un asunto, que decir, sin mayores complicaciones. Da por hecho que tú amigo hoy mismo sale de prisión, y es por el gusto de ver a mi buen amigo de la secundaria. Además, el motivo por el cual tu parna sigue preso es porque nunca se aclaró la referencia de una muerte en vísperas; pero al tratarse de las vísperas de la fiesta del pueblo, no hay más que discutir, amigo Güencho, espero verte más seguido, eh, no te olvides de los amigos, que para eso estamos, para echarnos la mano cuando hace falta”.
Esa misma tarde le dieron puerta a Doro. Ya en cuestión de despedirnos me dijo atribulado: “¿cómo te pago esto, compadre, dime por favor, estoy en deuda contigo”.
—Descuida, Doro, —le dije, — ya te aventaste diez años por mí; yo fui quien, por cosa de faldas, cometí el error de mandar a Cupe al otro barrio, hará cosa de diez años. Lo siento, Doro, de veras, disculpa.
Fernando Amaya