César Rito Salinas
Uno. Mi madre plancha camisas y pantalones de mi padre, marino militar, mientras escucha en la radio que narraban el partido que se fue a extra innings de Diablos contra Tigres.
Dos. Aquel día en el Acapulco chiquito, bahía La Ventosa, al mediodía, pude ver el sexo de una extranjera cuando lavaba su cuerpo, las líneas enrojecidas de su cadera, los senos besados por la malagua.
La arena del mar trepaba escaleras y ventanas, azoteas. En la noche observé el paso de la luna sobre el cuerpo desnudo de los pescadores en la hora de la red, de los peces con alas. Era el instante de las redes plateadas, saltaba empujada por el viento la escama sobre la arena. El mar huele a metal humedecido cuando los pescadores tiran las redes.
La playa se extiende como vientre de mujer. La planta de mis pies marca el sitio diminuto del ombligo.
Las olas habitan la república del silencio, tengo escasos nueve años.
El mar con su blanca espuma deja limpia la playa donde crece el silencio, como axila afeitada de la hembra. Destacan puntos azules, brotes pilosos.
La pelota vuela más allá de las dunas altas, se pierde entre las celosías por donde se cuela la luz de la tarde y los recuerdos.
El fuego que viene de muy lejos inició cuando naciste.
Beber alcohol es una necesidad que te acompaña en esta vida, hace a la mujer que será la madre de tus hijos.
Los hombres que pasan por la tierra tienen sed.
Padecieron hambre, sueño y sed.
Enfrentaron la existencia con una copa en la mano. ¿Tú por qué habrías de ser la excepción? Aquí no hay excepciones. Sólo la sed y la soga, la medialuna o el revólver entre el silencio de tu lengua.
¿Qué pregunta, qué respuesta, qué convicciones navegan entre tantos suspiros y palpitaciones?
Tres, doce años. La gota de agua se entrega a la luz de la luna. El vientre redondo de la gota de agua crece en segundos sobre el marco de la ventana. La gota preñada siempre dice adiós, adiós. El marco de la ventana le otorga una distancia, la bendice con la imagen en el recuerdo.
La añoranza le otorga distancia, lejanía, hace ver a la gota de agua que viene de tan lejos, desde tus mejillas, tus caderas. De las profundidades vegetales, marinas. Tu axila.
La gota de agua redonda ya no se desplaza, permanece suspendida en su redondez, tiembla. Yo la miro montado en tu espalda. La gota de agua nos ignora, sólo espera rodar y dedicarse a sus asuntos -ser eterna gota diminuta-, lejos de tu cuerpo y mi mirada.
La gota de agua en la ventana espera el silencio de nuestros cuerpos, que se vaya la luz o se termine el mundo; o que caiga y reviente entre mis labios.