Poseído
En cuestión de minutos cundió la alarma, Cabeza se hallaba poseído. Fue su hermana Vita quien lo halló alzando las manos y gritando a todo pulmón: “¡que nos devuelvan las tierras, que nos devuelvan las tierras!”. Ve tú a saber a qué tierras se refería si nuestra posesión común era sólo de arena y agua. En fin, vinieron, por petición de Vita, otros miembros de la familia a apoyarnos con el caso del poseído, pero era tanta su fuerza que se chispaba de quienes intentaban controlarlo, se zafaba la bragueta, mostrándole el pájaro al mar, abriendo la boca de forma exorbitante. Después nos contó que alucinó con que todo el mar le entraba por la boca y hacía un grandioso esfuerzo por orinarlo para que no le fuera a reventar la vejiga. Así, la tía Pera empezó una serie de rosarios a favor del alma del poseído, para que el mal espíritu se fuera y se acabaran las penas, tanto de él como de los demás. Como en todo rosario, se sirvió café por cubetas y pan por canastas, así como tamales y hubo quienes hasta compartieron pasta de frijol embarrada sobre tortillas más chongas que tlayudas, pero comida al fin, quien le hace mala cara ya bien entrada la noche.
Por el segundo día de rosarios tia Pera mandó parar el ejercicio y pidió una misa de conciliación con la parroquia más cercana, todos nos fuimos a responder las peticiones a favor de Cabeza, a modo de que algún ángel bajara a expulsarle el demonio que lo estaba haciendo delirar ya de manera preocupante. Y nada. Cabeza seguía montado en su macho de ganarle al mar la apuesta de llenarlo y solo tenía un leve sosiego cuando bajaba la marea. Así como ocurre con las altas mareas, pasó por ahí una vieja amiga de Cabeza, Giordana, si no mal recuerdo y fue quien nos salvó de aquel apremio hasta cierto punto sofocante, puesto que ya habíamos decidido reclamar aquella posesión para cuatro de nosotros a fin de que Cabeza pudiera descansar. “Déjense de cosas”, nos dijo Giordana, “tráiganme la mayor cantidad de leche que puedan y hasta un embudo, hay que hacer que Cabeza largue lo que se embuchó, y asunto arreglado”. Así es que nos fuimos por varios bidones de leche y estuvimos toda la noche ayudando a Giordana a hacérsela pasar a Cabeza a través del embudo. En mi vida he visto a alguien tomar tanta leche para salir del apuro; pero esa vez Cabeza batió récord tragándose mínimo tres bidones de leche, uno tras otro. Tal como lo predijo Giordana, al siguiente día nuestro poseso casi se hallaba desposeído o desviajado, o vaya a saber usted qué cosa. En una semana, Cabeza retornó a los ánimos y a la vida, trayéndonos a todos por ese mismo camino de recuperación y alegría.
Algunos años después, pasó cerca de la mesa en donde bebíamos cerveza Cabeza y yo, un gringo astroso que se hacía llamar Gringorio, ya que su nombre verdadero era Gregory o Gregorio, dejó a nuestro alcance una especie de ficha pequeña con un dibujo alusivo al perro Pluto. Cabeza tomó con la mano aquella cosa en apariencia inofensiva y la apachurró con el pie sobre el suelo pedregoso. “Esa mierda no, ñero”, me dijo, “esa mierda no”. Asentí comprensivo y seguimos con nuestras viquis echando los dados y cuenteando, animosos y atentos.
Matapalo
Se llevaba las grandes friegas Tío Caobo, en el apremio de abastecer con leche y otros enseres el hambre de aquel pantagruélico hijo suyo, quien más tarde fue conocido como Matapalo. “Esa bestia está mal matando a mi hijo”, decía Ma Cuca, abuela del mozalbete. Mínimo cuatro tareas de morillos y vigas tenía que cortar el tío, a fin de conseguir el dinero con el cual poder comprar los alimentos de aquel recental aficionado a todo, menos a la pastura. “No sé si sea sólo mi impresión, pero ese hombre se está secando por la chinga que se lleva y que corresponde a cuatro varones de su experiencia”, agregaba Tía Cuca, entre preocupación y broma, tal cual era su costumbre.
En razón de lo que fuera, pero Tío Caobo nos dejó antes de cumplir cincuenta años y Matapalo pasó a suplirlo en las encomiendas de la vida diaria de nuestro hogar serrano, liderado por Ma Cuca, aún enhiesta y coherente. Los escuincles se daban la vida viendo cargar a Matapalo sus cuñetes de cincuenta litros, traídos especialmente para él desde la planicie costera, en donde eran usados para almacenar el combustible de los lanchones que abastecían con café a los cargueros fondeados en la bocana de la Bahía del Ángel. Lo apersonaron en el muelle y ahí caló los bidones que constituirían por largo tiempo su motivo de hacer y de quehacer. Por curiosidad los chamacos se enteraron del material y peso de su palo de carga, que resultó ser de granadilla con grosor de veinte centímetros y una braza de largo, por lo que pesaba casi los sesenta kilos, magnitud de carga inconseguible para cualquier mostrenco de los muchos habidos en aquella azul serranía.
Fue la ocasión en la que todos pensaron que el agua del río se iba a salir por su cauce y que el mar de fondo iba a inundar los bajos de pie del cerro. Pero no, esta vez fue también Ma Cuca quien paró la alarma de un sopetón cuando los chamacos llegaron a informarle que Matapalo había salido a la calle con un canasto en el brazo, los párpados pintados de verde y los labios de rojo, contoneándose como vaquilla con tábanos pegados en la cola. “Es la comezón”, dijo, “y eso pronto pasa, ya déjense de argüendes y sigan con su quehacer”. Tal como lo dijo la Ma Cuca, el alboroto no fue para toda la vida, pero sí cosa de diez años, el tiempo que necesitó Matapalo para decidirse ir a vivir a la Bahía del Ángel, hacerse estibador, luego ayudante de motorista, conseguir mujer y procrear un hijo. Ya en los últimos años se le ha visto por los ranchos circundantes vendiendo pan, pero ya sin contonearse, sin pinturas ni otras extravagancias que, ya a su edad, resultarían digamos que hasta pesarosas. Luego que vean a Matapalo por ahí, pregúntenle si esta historia es verídica o si tiene también su cuota de embuste como a toda historia corresponde. Los veo y les cuento mas, enseguida.
El Salvaje
No hubo problema a que lo asumiéramos como familia porque llevaba nuestra sangre y cosas más que se comparten en eso de ser parientes. El caso es que un día se instaló en la hamaca del corredor y se la pasó la mayor parte del tiempo roncando como motor ahogado, con chacoteos y explosiones magníficas e irremediables. Cuando lo apremiaba el hambre, se perdía varias horas entre la selvática arboleda próxima a nuestra ranchería y regresaba con un hato de cañas largas y robustas. En un principio no le dimos mucha importancia a aquella costumbre de saciar su hambre con cañas, lo que empezó a inquietarnos un poco es que se pasaba la caña con todo y cáscara y bagazo, cosa, para nosotros, difícil e inconveniente.
De las pocas veces que nos acompañó a dar cuenta del puchero, a la hora de la comida, despertó nuestro asombro el hecho de que escogiera sólo los huesos y diera cuento de ellos más pronto que nosotros de la carne. Fuera de ahí su rutina seguía siendo la hamaca y contadas incursiones a la selva bravía. Por la cercanía que teníamos con el mar, acostumbrábamos a comer ostras, lapas y almejas; nuestro salvaje resultó muy hábil en aquella empresa de recolectarlas, dejarnos las partes blandas de ellas y comerse las conchas, haciendo gestos de complacencia agradable y saciedad mitigada. Las primeras veces nos resultó preocupante aquella manía de preferir lo duro por lo blando, lo rasposo por lo suave, pero, una vez acostumbrados, cada quien disfrutaba de su parte con igual agrado y satisfacción. En realidad, ese era su aspecto salvaje, en lo demás se trataba de un ser pacifico y hasta sociable, al grado que jugaba trompo y canicas con los niños, permitiéndoles que lo montaran como si se tratara de un poni o de un borrico.
A la hora de la molienda las doñas descubrieron que podía cargar con todos los cubos de nixtamal sin que esto le ocasionara la menor incomodidad o fatiga. Tío Sotero lo llevó a su palenque a mover la noria y lo hizo como si se tratara de un recreo para su persona simple y tosca; desde luego se sentía bien recompensado con una o dos cubetas de aguamiel que se empinaba gustosamente para bebérselas de un solo trago. Cupo en suerte descubrir que también podía capturar langostas, a pura mano, sin arpón o hawaiana, y de paso limpiar de algas el arrecife circundante. Nos ofrecía la carne de la cola de la langosta, y lo demás se lo comía él, alternando aquella delicia con puños de algas sin masticar ni remoler. La estadía del Salvaje duró a lo sumo diez años, y lo dejamos de ver, así como a otros lugareños, después del paso de la turbonada que puso de cabeza a aquel nuestro querido rancho pesquero. No sabemos si algún día volverá o sí, como todo en la vida, aparecerá otro salvaje con las mismas características y con la afinidad familiar que, no siendo un requisito, facilita el hecho de convivir con salvajes y con quienes fingen no serlo.
Fernando Amaya