Resultó muy incómodo seguir en el paseo teniendo que cuidar a aquel perro inofensivo pero guerrista.
Les puedo asegurar que no la traigo contra los canes, ni contra cualquier ejemplar, de la especie que fuera, cuatro patines. Muy por el contrario, son de mi afecto, pero ellos en sus mudas y yo en las mías.
No sé si, merced a su tierna edad, el perro en referencia se zurraba por lo menos diez veces al día, o si tenía una disposición especial en sus tubos que lo hacían provocarse el desalojo de una mierda endeble: cada vez que escurría me chocaba las yemas de los dedos. Aquello de batallar con el excremento de un can, me predisponía que algo andaba mal en mi cometido de servirle de guía a una güera proveniente de no sé qué lugar de la Unión Americana.
No obstante que aquella relación sólo despuntaba en los tonos de la guía, nuestras estrellas, las de la güera y la mía, chocaban en el cielo de un estero fragante y húmedo; el estertor amable de las voces de ese lagunar era, de algún modo, la dinamita dulce y suspicaz untada a nuestras pieles montaraces de aligator manumiso.
Por tal, le dije a la güera que podía seguir con ella en mi papel de guía inveterado, con la única reserva del perro. Fueron días monótonos, de rechazos simulados y reservas evidentes, hasta que la güera decidió marchar con el perro por rumbo impreciso y desconocido.
En el momento preciso de poner el pie en la peana del auto para subirse y marchar, la güera buscó en mis ojos una opción para no partir. Son de mi aptitud los actos solventes para remediar este tipo de casos. La güera puso un informe en redes sociales, en cosa de dos horas el bonísimo perro ya era parte del peculio, en especie animal, de una ilusa y tierna flaquilla de por estas vecindades.
Ahora yo cumplo el papel del perro, a excepción de la zurrada y el embute, todo lo demás, incluidos el paseo y el fornicio indecente, son llevados a cabo con decencia puntual.
Uno llega a acostumbrarse a la presión de la gargantilla vacuna y al tirón de la cadenilla de manganeso, y a los llamados de la dueña cuando chista con los labios y enseguida apura el nombre de uno. El comportamiento humano no dista mucho del comportamiento del perro, por eso fue para mí cuestión de acomodo, más que de costumbre, pasar de ser un guía lagunero y forestal a personificar el rol dudoso de un perro bípedo llevado por una playa de hombres y mujeres, ya muy viejos, luciendo las desventuras visuales de sus otrora magníficos y gratificantes órganos sexuales. Una vez más, cosas veredes, estimado lector, y cosas creeredes en este súmmum de artificiosa factura y muy sincero frenesí.
Fer Amaya