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viernes, octubre 18, 2024

Un puño de galletas, regalo de Navidad

Reportajes

César Rito Salinas

Mi hermanito Miguel llegó del mercado y dejó su mochila sobre la mesa, sin perder tiempo se puso a lavar los trastes que habían quedado del almuerzo.
Yo estaba en el patio, con el machete, junto al árbol de guaje.
Somos cuatro de familia.
Mamá nos había encargado mucho levantar la casa, arreglar antes de que volviera papá. Mamá trabajaba en el servicio de aseo en una clínica de la colonia, papá se la pasaba en la esquina, con la botella de mezcal. Ella me encargó mucho antes de salir al trabajo que escombrar el patio para poner el arbolito, aunque ya era 23 no dejaba que pasara por alto la celebración para nosotros. Piensen bien en lo que van a pedir de regalo a Santa Clos, nos dijo la noche anterior.
Por estas fechas ella recordaba mucho los días de su infancia en el pueblo, decía que su padre hacía una fiesta grande para la familia, por el nacimiento del Niño Jesús. Entre todos hicimos la cartita, no pusimos el arbolito y acordamos que aunque sea una rama seca pintada con cal pondríamos en el patio, para que Sata Clos supiera que en la casa había niños que se habían portado bien durante todo el año. Miguel fue a conseguir a la obra donde trabajó papá un poco de cal. Cortamos una rama grande de guaje, le pusimos mucha cal para que Santa no se perdiera entre las calles oscuras de la colonia. Mamá dijo que a su regreso del trabajo ella colgaba moñitos con hilos rojos, que sobraban de los regalos repartidos por el patrón entre médicos y enfermeras en su trabajo. El festejo era al mediodía, a ella le tocaba recoger la basura.
En la obra Miguel hizo amigos -le tocaba llevar el lonche a papá- que lo dejaban agarrar algunas cosas que vendía con los vecinos.

  • Quiero la casa bien barridita -dijo mamá antes de salir-, no vaya a venir Santa y vea que mis hijos son unos flojos.

No conozco la nieve.

La población metida en sus labores encontraba tiempo para acudir a los servicios religiosos en las iglesias, Oaxaca se caracteriza por sus edificios de la Colonia; el notario Luis Castañeda Guzmán, (Oaxaca, 1914-CdMx, 2003) en su libro Templo de los Siete Príncipes y Monasterio de Nuestra Señora de los Ángeles (IOC,2003), dice: “Al sureste de la ciudad, donde el señorial caserío pierde altura para confundirse con los campos de labranza, se levanta la masa pétrea, imponente y austera del monasterio de Nuestra Señora de los Ángeles, también conocida simplemente como Los Príncipes”.
La doctora Margarita Dalton Palomo escribió el prólogo de aquella edición: “pocas veces se ha analizado a los conventos y su vida monacal en toda su complejidad y riqueza. Pero es importante recordar que gran parte de la vida colonial y de los primeros años de la república giraron alrededor de ellos: bodas, nacimientos, entierros, sueños y leyendas se tejieron en torno a los monasterios. Sin embargo, no sólo las ceremonias sagradas eran manifestaciones de aquella vida conventual. Así se arreglaban asuntos económicos, políticos, sociales y hasta militares, que han quedado registrados en la macrohistoria de México”.
Dalton Palomo recalca la importancia social de los monasterios, “es a partir de un lugar en el espacio que se piensa y se vive la historia de Oaxaca (…), hoy sabemos que las monjas cacicas de Oaxaca pasaron trabajos e incluso hambre, y podemos imaginar que las paredes del convento están impregnadas de los sueños, las nostalgias y de las meditaciones de la abadesa cuando escribía al virrey reclamando un poco más de su atención”.
En el prólogo nos enteramos de una figura de la época de la Colonia, las monjas cacicas indias: su salida de México, su llega a Oaxaca, la construcción del convento, los santos que lo protegen; los cuadros que lo adornan, las envidias que despertó la fuerza y valentía de aquellas mujeres que tuvieron que sentir en carne propia el claustro y la exclaustración.
El patriotismo de las monjas cuando el país fue invadido por los franceses, su participación en la lucha del pueblo unido contra el invasor. “El locutorio se llenaba más que nunca de susurros, y entre consejo espiritual, plática apologética y receta de cocina o puntada de tejido, salía la noticia del dato confidencial o la comprobación exacta de tal o cual hecho. La mayoría de las monjas, encabezadas por la Cacica de Ixtlán, sor Teresa de Jesús, remitían las noticias necesarias a los republicanos de Ixtlán o de cualquier parte que tanto lo requiriera”.
Arranca Castañeda Guzmán:
Suponemos que ya entrado el último cuarto del siglo pasado (XIX), el monasterio, con la iglesia, casa del capellán y cerería, formaban un todo aislado en medio de una plaza (sin ese cinturón de miseria que le ahogaba y hacía más dramática su ruina). Por cualquier lado que se le mire, la institución de Los Siete Príncipes es un fruto característico del pujante y próspero Oaxaca del siglo XVIII.
“Tanto el monasterio como la iglesia están construidos con piedra de esa cantera verde que es propia de las construcciones oaxaqueñas. La arquitectura es adecuada al medio, sus formas achaparradas indican la preocupación de los constructores de la época colonial porque sus obras se conserven a pesar de los sismos continuos de la región. Pero si sus creadores se esforzaron por encontrar solidez, no descuidaron la belleza del conjunto. Los constructores del Oaxaca colonial nunca olvidaron que la arquitectura es una de las bellas artes”.
Esta es su primera descripción:
“La portada del monasterio es de un barroco discreto y sencillo. El conjunto del pórtico está formado por jambas con basamento, decoradas con rosetas de tipo indígena, lo que en el siglo XX se bautizaría como estilo arte tequitqui, alternando con rombos; el dintel despiezado, con la misma decoración y la paralela adornada con follaje. En la clave dentro del óvalo, el emblema franciscano de los brazos de Cristo y de san Francisco. El primer cuerpo termina con un comisuelo de los que son característicos de Oaxaca. El segundo, que aparece ligeramente remetido, dos columnas platerescas empotradas sostienen el entablamiento compuesto de arquitrabe, friso y cornisa. En el intercolunio, un nicho, conchiforme con su ménsula que guarda la imagen de san Francisco de Asís”.
Adelanta Castañeda Guzmán:
“Suponemos que el templo que hoy conocemos empezó a construirse en el año de 1730, pues el 22 de abril de ese año, al otorgar el testamento de don Lucas Núñez de Estrada, sus apoderados señalan una limosna para ayuda de la fábrica del Santuario que está por hacerse a los Siete Príncipes. La edificación del templo se debió a la solicitud del vecindario del barrio, movida por su devoción y afecto a los Siete Príncipes”.
Cuanta Castañeda que Fray Bernardino de Sahagún se equivocó cuando opinó que “las indias eran incapaces para comprender el estado religioso”.
Esta opinión del santo varón trajo como consecuencia el “oscurantismo de la realidad católica de igualdad humana de indios y españoles en México”; a este comentario, el notario agrega: “en realidad, el franciscano que tanto amó a México y a sus cosas no llegó a darse cuenta de toda la hondura que implicaba su intransigencia intelectual”.
En el siglo XVIII la Iglesia y el Estado español tuvieron que declarar a la india apta para el estado religioso, “haciendo desde entonces de la igualdad una práctica no sólo legal sino también práctica”.
Los indios novo hispánicos aprobaron la fundación del Corpus Christi en la ciudad de México. Poco tiempo después de abrir el noviciado, ingresaron monjas indias cacicas de Puebla, Tlaxcala, Valladolid y Guadalajara. Oaxaca fue representada por Sor María Francisca de Viterbo y Sosa, “natural de Ozolotepec y de las más principales familias del Valle de Oaxaca”, que hizo su solemne Profesión Religiosa el día 5 de octubre de 1732.
En 1753 llegaría una mixteca, Sor Juliana María, hija del cacique de Yanhuitlán, que ejercía el cargo de gobernador. La seguiría, en 1773, Sor María Petra del Santísimo Sacramento, serrana de Ixtlán, hija de un cacique que ostentaba el cargo de fiscal; y la hija de un gobernador de San Miguel Amatlán, Sor María Teresa de San Juan Nepomuceno.
Cerraría la serie en 1781, un año antes de la fundación del convento en Oaxaca, Sor Aniceta Velasco, de San Juan Huitache, cuyo padre cacique era próspero comerciante de harinas.
En el siglo XVIII Oaxaca contaba con una población mayoritariamente indígena, los notables pensaron que la ciudad debería contar con una institución semejante a Corpus Christi que abría sus puertas a las monjas en la ciudad de México, “desde los primeros días los indios empezarían a presentar fundamentos y largos memoriales a la Curia episcopal pidiendo un nuevo monasterio para sus hijas, por el que ofrecían aún más de lo que podían y querían cumplir”.
“El obispo don José Gregorio Alonso de Ortigoza (fungió como tal de 1775 a 1791 y murió en 1797), aceptó la promesa de ayuda y se dirigió al rey Carlos III, quien después de oír las opiniones de los cabildos secular y catedralicio de Antequera; del intendente y del virrey y la Audiencia; aprobó la fundación y aceptó la cooperación económica ofrecida por los caciques”.
La vida de la mujer en el convento era diferente a la del varón, ya que la monja desenvolvía todas sus actividades dentro de su encierro, sin poder salir jamás a la calle y ni siquiera al templo; ni viva ni muerta volvía al mundo: “ello obligó a los constructores, por razones de higiene social, a que los refectorios o comedores fueran de mayor amplitud, y a que hubiese diferentes patios y huertos”.
La fundación del convento de los Siete Príncipes fue pedida por los indios, pero no cumplieron su compromiso con la contribución, “sea como fuere, con marrullerías y cicaterías, los indios obtuvieron su convento”.
“La tarde segunda de cuaresma 24 de febrero de 1782, hicieron su entrada las seis monjas fundadoras: María Teodora de San Agustín, María Clara de Santa Gertrudis, María Martina de la Luz, María Petra Santísimo Sacramento, María Francisca Liberata de San Pedro Josefa de Alcántara y María Gertrudis de los Dolores, “las pesadas puertas del monasterio se cerraron tras ellas que, en un gesto de su libérrima voluntad, querían servir al Señor que nunca muere”.
Esta era la rutina de las monjas:
“A las cuatro de la mañana, al son de matracas, se levantaban y cada una quisiera ser la primera y que otra no se ganara la primacía de acudir al Coro, como dice fray Ignacio de la Peña y, recibida la bendición de la prelada, daban gracias; a las cuatro y media daban la ‘prima’ y la ‘tercia’ con devoto tono y solemne pausa. Se recitaba luego la letanía con preces y se descendía al Coro bajo a hacer meditación de un ‘punto’ que se proponía. Allí permanecían para oír misa y, acabada ésta, se rezaban la ‘sexta’ y la ‘nona’ y luego salían a tomar colación y a la sala de labor. Las ´vísperas’ se rezaban a las dos y las ‘completas’ a las cinco, estando en oración hasta las seis. Volvían al convento a comer y otra vez al Coro, hasta las ocho, en que se iban a dormir para retornar a las once, también con matracas, a rezar los ´maitines’ y laudes.

En la casa escuchamos el sonido de las campanas.
La calle larga viene del Centro, pasa el puente Valerio, pasa por el panteón y sube a la bifurcación que se abre en la colonia Moctezuma, por el rumbo de la terminal de los urbanos. La comparsa se detuvo frente a la Secundaria 106.
Aroldo contó que salió a caminar muy temprano y se encontró en el puente del arroyo a dos hombres ebrios que vomitaban; de sus bocas salía a veces un líquido amarillo, a v-eces verde, a veces incoloro.

  • A veces no sacaban nada -dijo Aroldo.
    Una arcada los sacudía desde muy adentro del cuerpo; al ver su estado físico les invitó un trago de mezcal. Quince pesos. En los ojos amarillos de sus convidados constató que la infelicidad reina sobre este mundo y que, no obstante, se la puede llevar a cuestas y sobrevivir.
  • Ellos cargaban historias -dijo Aroldo.
    Con sus nuevos amigos llegó a una tienda atendida por una anciana, doña Tina. Quince pesos. Con esa cifra de mezcal lograron los hombres ebrios cruzar a la otra esquina de la mañana.
  • En cada resaca está el relato de la sobrevivencia -dijo Aroldo-, ellos lo sabían.
    Mientras los ebrios lograban con el mezcal el perdón de su cuerpo, otros hombres que pasaron por la calle los miraban con envidia, iban afanosos a sus cochinos empleos, trajeados, en autos que aún debían.
    La anciana sirvió el mezcal. En el patio de la trastienda ofrecen mezcales de primera y de segunda, como usted quiera; de segunda, potable, de primera, con perlas y lágrimas de ángel, del que toma el señor cura.
  • Doña Tina, por favor, un mezcal.
    Se sentaron junto al brocal del pozo. Los recién llegados recibieron la bebida en pequeñas copas de cristal, que guardaba una cruz al fondo; el mezcal se vuelve aroma que te hace viajar por los aires hasta tu infancia, guarda las llaves de la memoria.
  • Soy músico -dijo Aroldo-, conozco el silencio.
    El trago aquieta los nervios, otorga valor al cuerpo ruin, cuerpo cobarde. Los dos hombres bebieron de a poco, solo posaron sus labios sobre el cristal de la copa. Rito Salinas preguntó en qué parte las horas hacen que el cuerpo solo coma mezcal; los ebrios en san Martín Mexicapan afirman que nunca llegarán a saberlo.
  • La mano busca el mezcal -dijo Aroldo-, ella sola se gobierna.
    Tal vez el sol, o el silencio, decían; tal vez las historias que se escuchan entran a la carne hasta la parte blanca, donde la sangre tiembla bajo la luz.
  • Anoche soñé que tomaba con Malcolm Lowry -dijo Aroldo.
    Nadie sabe por qué una persona que hace su vida diaria de la forma común, ordinaria, un día se convierte en adorador del mezcal.
  • Yo trabajo, a veces mi mujer me regaña porque tomo mezcal -dijo Aroldo.
    De besito en besito el trago logra que pase el mal tiempo, que se vaya la vida y su ansiedad, la cochina angustia. Que el que bebe se quede en la penumbra, solo con el mezcal -como dentro de un templo.
  • En aquel sueño Lowry me dijo que preguntara para aprender a escribir -dijo Aroldo
    Mientras bebieron en la tienda de doña Tina, Aroldo contó a Rito Salinas que pasó la mañana de mezcal con desconocidos, que hicieron compañía sin hablar.
  • El silencio te enseña a escribir, eso me dijo Lowry -dijo Aroldo.
    En la trastienda los bebedores de mezcal forman el círculo de hombres silentes junto al brocal del pozo, se puede escuchar el zumbido de una mosca; las mariposas vuelan en el patio, junto al tendedero.
  • Salgo y pregunto, no me canso de preguntar -dijo Aroldo.
    Los asistentes a este ritual del silencio permanecen inmóviles, en silencio velan el trago de mezcal con los ojos entrecerrados como lo hicieran aquellos hombres que contemplaron el primer fuego sobre la tierra, con la respiración contenida.
  • Pido a las letras un espacio para recargar ahí estos pesares -dijo Aroldo.
    La anciana trajo el mezcal en pequeñas botellas de Coca Cola.
  • ¿Marrito?, ofrecieron los hombres que esperaban el mezcal.
  • Tina, por favor, sirva mezcal -dijo Aroldo.
    Ellos no hablan, velan el marrito.
    La mañana pasó entre preguntas que ardían en la libreta de Rito Salinas, ¿Importan algo los compromisos para el que se encuentra abandonado frente a la copa de mezcal? El tiempo corre imperceptible, a la velocidad con que saltan las pulgas en el lomo del perro.
  • Como a Lowry, a mí también me gustan los perros -dijo Aroldo.
    En la trastienda de Doña Tina se marca, como costumbre de los parroquianos, que quien recibe la bebida está obligado a la reciprocidad, a cualquier otra hora del día tendrá que devolver la copa recibida.
  • Soy de este mundo -dijo Aroldo.
    Corren las sombras. Las horas siguen la voz gentil del mezcal que llama desde la luz de la tarde en el patio de la trastienda, donde arden los recuerdos bajo el frondoso árbol de tamarindo.

Mamá regresó tarde, olía a mezcal cuando nos dio el abrazo, esa noche cenamos un puño de galletas que ella sacó dela bolsa que lleva al trabajo.

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