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sábado, noviembre 23, 2024

Un volcán, una ecosonda y un barco a pique

Reportajes

Recuerdo fehacientemente aquellos tiempos de prisa e incertidumbre.Había yo llegado a Propemex, en Salina Cruz, con el objetivo de iniciar mi vida laboral a bordo de una embarcación de poco calado, o bien lancha grande, o bien barco pequeño, eso sí con motor estacionario y con la capacidad de almacenar combustible que le permitía una autonomía de varias millas, de muchas horas. La pequeña nave estaba dotada con buenos equipos de pesca que incluía trasmallos y cimbras, un compás muy confiable, un radio de comunicación de suficiente alcance y una ecosonda vamos a sonda de excelente factura que respondía con eficacia a los sondeos para las pesquerías y como auxiliar preventivo en la navegación costera. 

Señalo esto último porque mi relato gira en torno a la memoria de la ubicación de un punto geográfico que la sonda me permitió conocer de manera puntual y rotunda. Recuerdo que me hice cargo de la embarcación por la razón de que el patrón contratado para asumir esa responsabilidad, en el último momento, decidió no presentarse y por tanto echar por la borda cualquier compromiso. Salimos por la bocana del antepuerto con algo de marejada y con una brisa que azotaba los sencillos del aparejo con que iba provisto nuestro bote. Éramos un número de ocho tripulantes, la mayoría en el plan de adiestramiento para el gobierno de una embarcación de mediano calado y de motor estacionario. Pues bien, el instructor de navegación terminé siendo yo, así como el responsable de la máquina que le daba impulso a aquel casco de fibra de vidrio al que, por su forma muy peculiar le llamaban coloquialmente “zapatito”. Ocho tripulantes, conmigo nueve en total, tres mayores de edad y los demás jóvenes, muy jóvenes, incluyéndome a mí. Ellos expertos en la pesca con lanchas de motor fuera de borda, yo mostrándoles cómo se lleva el gobernalle o caña del timón, y como se guía uno con el compás, además de compartirles el manejo del radio y de la ecosonda. 

Fueron días azarosos, recuerdo, los tiempos se pusieron bravos, con turbonadas y marejadas que hicieron dificultosas tanto

las labores de pesca como las de instrucción del gobierno de aquel famoso “zapatito”. En fin, idas y vueltas por las barras para armar y fondear las cimbras o desplazamientos mar adentro para la pesca a la deriva. En uno de esos recorridos en paralelo con la ribera, en dirección al este tomando como referencia a la Punta Sacrificios, aproximadamente a una distancia de diez millas de la Roca Blanca de Zipolite, siempre al pendiente de que la sonda marcara suficiente profundidad para navegar sin contratiempos, con un dejo de preocupación vi que en cuestión de segundos la gráfica de la ecosonda se fue moviendo desde las trescientas brazas hasta casi el límite con la superficie. Pensé que había hecho mal mis cálculos y que por este error me estaba yendo sobre un bajo o arrecife de la orilla. Pero en realidad estaba pasando sobre una zona de escasa profundidad, pero también de limitada extensión, porque el pico de la gráfica una vez que subió, empezó a caer, en breve tiempo, hasta los trescientos metros de la zona con su fluctuación normal dibujando el relieve del fondo. Con la gráfica a la vista, imaginé un picacho resuelto en un bajo de escasa amplitud; pero un bajo, en fin, una zona que bien podría estar constituida en refugio de peces y otros animales marinos. 

Esto ocurría a finales de los setenta al estar cumpliendo apenas una veintena de años en mi vida, hasta ese momento sin pronósticos definitivos. 

En la década de los ochenta regresé de manera definitiva a Puerto Ángel y, entre otras cosas, me enteré de que se había establecido ahí un personaje que tenía el propósito de hacer dinero con el trasiego de pescado a diferentes lugares de la zona. Entre otras aventuras, se había propuesto hallar el bajo del cual he referido su conocimiento. El manager aludido se hizo construir una embarcación de motor estacionario con los madereros del área, y le instaló un precario motor de volkswagen con la intención de propulsar aquel extraño espécimen de embarcación tosca y voluntariosa. Botar aquel artefacto pesado y estorboso que llevaba impreso un nombre sucinto en la parte alta de sus amuras, fue otra odisea; se requirieron un trascabo, una plataforma de rabona y tres docenas de porteños robustos y valientes. Me contaron que, en un día soleado, con la asistencia de la Capitanía de Puerto y varias docenas de lugareños curiosos, “Mi Amor” se hizo subrepticiamente a la mar, pudiendo sólo llegar a media bahía para hundirse sin remedio. 

El voluntarioso armador de un sólo barco y su único valeroso tripulante fueron rescatados por un lanchero que hacía la ruta de la Playa del panteón hacia el muelle, a cambio de un cartón de apetitosas cervezas que fueron consumidas sin apuro por nuestros personajes en el casino naval que, por esos tiempos, estaba en auge y era el abrevadero más concurrido.

El bajo como objetivo y como propósito han estado ahí. Se ha sabido que es la cúspide o corona de un volcán que hizo erupción en el siglo XIX, la memoria de viejas generaciones lo documenta así; por eso la piedra poma, por eso la arena oscura argumentan los mayores de Puerto Ángel, que eran cabezas de familia cuando todo el territorio costero circunvecino a la bahía del mismo nombre era ocupado por ellos desde Zipolite hasta la Mina, combinando sus labores de pesca con la siembra de cocoteros, maíz y leguminosas de temporal. 

A mí me tocó, por suerte y por casualidad, verificar la existencia de ese volcán avenido en bajo, para bien o para mal lo vi dibujarse en el papel-registro de una ecosonda testigo y cómplice. Nuestro deseo es que permanezca así para lo posteridad, como una memoria que, no obstante dar luz, se mantenga apagada. 

Fernando Amaya 

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