César Rito Salinas
La banda de payasos asola la ciudad.
Desde temprana hora buscan a las adolescentes hijas de odontólogas, contadoras públicas, reporteras de informativos del ciberespacio y poetas insomnes para engatusarlas con su boca dulce. Bien saben estos hombres de la infalibilidad del color rojo y el amarillo: despiertan el hambre de amor en las adolescentes; el poder seductor del rojo y el amarillo huevo, que despiertan los sueños en las criaturas.
Los payasos saben hacer su gracia, no se diga más.
En los camiones del transporte urbano, en las calles, los mercados, las farmacias.
Por los callejones de la empobrecida ciudad hacen correr narraciones salvajes donde aparecen ciudades y mares, islas de la dicha; príncipes y caballos.
Enamoran con sus cuentos de otro tiempo a las adolescentes y descienden del destartalado camión entre aplausos y suspiros apasionados.
Se les mira andar por las calles con sus zapatos enormes, su margarita de plástico pegada a la solapa y su nariz de bola enrojecida, como ebrios sin rumbo.
Con esa imagen del desamparo, de hombres extraviados en un carnaval de una isla poblada por caníbales, levantan piedad en el tierno corazón de la infanta que los mira.
Nunca falta una niña ilusionada con hacer el bien a la humanidad que prestará oídos una tarde en el zócalo de la ciudad al lamento del payaso entre la multitud.
La pequeña, al escuchar aquella voz de perro solo ante la luna, tendrá el valor y la estatura suficiente para alcanzar el timbre desde la punta de sus pies.
