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sábado, septiembre 7, 2024

Una breve luna de miel

Reportajes

Fue inesperado, pues Clara Abad no era un prospecto fácil de atrapar, más en aquel suelo de mujeres hermosas, donde ella ostentaba el parangón de la más divina. Así que, esa tarde nupcial, el más sorprendido entre la concurrencia era yo, quien se desposaba con ella. Como suele ocurrir, nuestras familias hicieron de ese día una fecha especial para la memoria; el ornato de la iglesia, los aperitivos, regalos y recuerdos exhibidos, planteaban que aquella sería la unción solemne más recordada, porque no decirlo, en todos los tiempos por venir. No puedo olvidar la emoción que nos embargaba al abrir los presentes; cada vez que Clara rasgaba los envoltorios, la multitud correspondía con un “¡Ah!” de sorpresa liberada, y la novia nueva alzaba el objeto descubierto. Habrán de figurarse el gusto que sentimos cuando la joven izó entre sus manos una jarra de Talavera reposada en los azules estivales de su manufactura; así mismo cuando aparecieron las prendas íntimas de la que habría de ser nuestra relación imperecedera, me refiero a dos torzales de oro purísimo, cada cual con el pendiente de un hemisferio del corazón. Al aparecer los pijamas, una parvada de aplausos voló sobre nosotros para probar que no hay algo parecido a la emoción que se reparte y se comparte. La fiesta se prolongó hasta la madrugada, y cuando todos, a excepción de los padrinos, se habían retirado a cumplir con sus costumbres y hábitos, Clara y yo consumamos el acto frenético de aquella boda ejemplar: a un respiro ingerimos cada uno la copa gigante de vino dispuesta para tal fin. A partir de ahí, empecé a caminar el túnel de negrura que les comparto para volver a mi vida normal, la de estar sin ella. Habré de decirles que no dispongo de mucho espacio para narrar lo que pasó después de la boda, merced a que estoy presenciando el desarrollo de un convite de obsequios en una fiesta de bautizo a la cual no fui invitado. Pero entre el barullo de la gente y  el del grupo que toca, tecleo estas líneas, si se quiere hasta a despropósito. Entonces, Clara Abad me palmea el cuello y yo escucho un «prosigue», cerrando los ojos. Y fue precisamente ese embrujo el que me hizo claudicar en mi trato antisolemne con Clara, uno no puede vivir sujeto a la virtud perniciosa de los amores divinos. Y es que ese amor, esas bodas y esa luna de miel solo duraron el tiempo que tarda un gallo en sacudir su plumaje para cantar. Cuando todo terminó, Clara se esfumó del lugar que, oh ironía, llevaba el nombre de lo infalible y de lo impecable: La Luz Blanca. Familias y amistades nos echamos a buscarla a fin de convencerla para que hiciera valer nuestras expectativas de historia irrefutable de amor y presencia. Nada, haber dicho «se esfumó» corresponde con justeza a lo que pasó después de que todos abandonamos la pesquisa. Principalmente yo, que supe, a partir de ahí, que eso fue todo, ese breve compás de celebración y condolencia. Porque el amor como la vida tienen su tiempo de ser y su momento de fallo en contra. Clara vuelve a tocarme, ahora el hombro, y me dice: «¿Bailamos?». Momento en que me escapo entre la gente, que hace lo mismo, y los músicos que incitan el preludio de la libertad, para emprender con el cuerpo lo que se nos venga en gusto.

Fer Amaya

Puente de Tubo, Puerto Ángel, julio 2 del 2022

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