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sábado, septiembre 7, 2024

Vigencia de Quevedo 

Reportajes

«Madre, al oro yo me humillo», escribió Quevedo hace cuatro siglos; y la riqueza sigue siendo para nosotros motivo de subordinación. «Es gente de dinero», le escuché decir a mis parientes para referirse a algún familiar a quien la fortuna le había pelado suficientemente la mazorca. 

Se nos enseñó a rendirle pleitesía y honores a los potentados, aunque estos no fueran ni condescendientes ni amables; menos, educados. Cuanto tienes, cuanto vales, reza la exposición sabia y popular; entonces si no posees riqueza, en este mundo infame tu valor se aprecia en cifras caducas: no vales nada. 

Por eso los mexicanos somos proclives a creerle a los demás no por su veracidad, sino por su ostentación de riqueza. Eso lo sabe muy bien nuestros gobernantes cuando deciden ponernos una soga al cuello para que deambulemos con ella acomedidos y gustosos; es más, desde esa posición de semi-ahorcados, hacemos festejo de lo que están haciendo con nuestro vecino si ya lo tienen con el cogote en el cadalso y a punto de recibir el golpe que lo descabece; y si fueran a hacer escabeche del pobre, ahí vamos a estar ostentando la corbata que nos han endilgado, entre genuflexiones y expresiones de satisfacción. 

Espeluznante es esta tradición del sometimiento, deleznable su ejercicio y celebración. Madre, al oro yo me humillo, y mientras el rico no me haya cebado para su comilona, que degrade y descuartice a mi semejante, yo estoy para celebrarlo, y para estar atento cuando al señor se le antoje defecar y se le ofrezca mi mano para limpiarse. 

Lo anterior no tendría objeto haberse escrito si no fuera vigente. Los devaneos al poderoso son hoy perfectamente verificables desde el nivel individual hasta el nivel gremial. Nos pueden esgrimir la ley como argumento para cualificar alguna forma de resistencia en contra de las infamias del rico en contra del pobre, pero no es así como funciona, su aplicación real radica en usar a la ley como pretexto; en este coso romano, abierto y descomunal, nos sentimos realizados a plenitud flanqueando al Nerón que abate el dedo para declarar la muerte de quien osó desafiarle. 

Y el Nerón pretoriano tiene a su servicio una corte de corifeos que publicitan, generosamente, la efectividad de sus decisiones, aunque estas tengan que ver con el descuartizamiento y sacrificio de la plebe. Más la lección de Quevedo rebasa todos los límites conceptuales, ideológicos, territoriales y temporales; en una letrilla satírica nos lo deja bien establecido. No en toda su justeza, pero el dispendio de la Europa sita en su territorio y de la que emigró a las landas indígenas de lo que hoy conocemos como América, cimienta su razón en el empobrecimiento de los naturales de esta región cálida y umbrosa.  

Y puesto que también el espíritu de la letrilla lo contiene, naturales que somos, seremos desplazados por  masiosares de nuevo cuño; no me atrevo a predecir lo que viene, pero tengo la sospecha que ya se dificulta hablar de un porvenir para las nuevas generaciones cuando hemos sido despojados de todo. Humillados al oro que nunca sabrán que fue nuestro, otros por nosotros tal vez opten por la redención y, en el mejor de los casos, por lo menos empiecen a descubrir que no todo lo que deslumbra es oro. En tanto, carguemos, Madre, con el estigma de Quevedo, que, en este acto de resignación, justos pagarán por pecadores. 

Fernando Amaya

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