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jueves, noviembre 21, 2024

«Yo le avisé mi lic.»

Reportajes

por Carlos Morales

Al medio día de aquel día de marzo de 2003, en mi bella oficina de defensor federal adscrito al juzgado octavo de Distrito atendí a Renata. Piel clara, estatura regular, porte distinguido. Usaba una chamarra azul deslavada que realzaba su porte digno y triste. Hablaba con mucha dignidad. No pasaría de los 30 años. Miraba tristemente y la tristeza ocultaba sus rasgos finos. Su segundo apellido me permitía advertir su pertenencia a la vallistocracia, es decir, a las familias del rancio abolengo oaxaqueño. De la mano llevaba dos niñas que interrumpían la conversación.

Me explicó que Ulises era su marido. Yo acababa de asistir a Ulises en su declaración preparatoria por portar un arma larga de fuego de uso exclusivo del ejército. Ulises era moreno intenso, color mugre como yo y la señora era como lo digo sin que suene feo, pues, diferente.

“Lo conocí en Plaza del Valle, en los juegos electrónicos y nos enamoramos –dijo al ver mi sorpresa– dejé la prepa y me fui a vivir con él. Mis padres no lo quisieron, suspendieron toda ayuda. Vivimos en Xoxo con las niñas, no estamos bien económicamente. Siempre sospeché que él hacía cosas malas. Creo que se dedica a robar casas. Y ahora esto”, dijo refiriéndose al proceso de arma de fuego.

Expliqué con seriedad pero con mucho tacto la gravedad del problema. Ulises había confesado ante la Fiscalía haber portado el arma de fuego. Al finalizar el proceso recibiría diez años de prisión. Y que de esa pena debería por lo menos cumplir seis en la penitenciaría de Ixcotel.

El proceso siguió con su inexorabilidad. Ofrecí todas las pruebas posibles: argumenté el error de tipo, la violación al derecho humano a la autoincriminación, violaciones al debido proceso. Lo visitaba cada 15 días en la peni. Conversábamos. La sentencia llegó sin sorpresas. Interpuse la apelación y después el amparo directo. El amparo fue denegado. La pena de diez años de prisión quedó intacta.

A la señora Renata la veía con relativa frecuencia haciendo fila para ingresar al reclusorio. Regularmente acudía a mi oficina para ver cómo iba el asunto de su marido. Comunique a la señora la pena impuesta. Le recordé que debido a los beneficios preliberacionales una pena de diez años se cumplía en seis. Y que estuviera atenta cuando cumpliera cinco años para tramitar la remisión parcial y la preliberación. Su rostro no reflejó tristeza ni alegría. No volví a saber de ella. Las redes sociales no existían y los teléfonos celulares eran artículos de lujo.

La mañana del cinco noviembre del 2003, amaneció nublado y chispeaba. En el mercado de la Colonia Reforma aún olía a flores amarillas. El olor a muertos todavía no se dispersaba. En el comedor Rosita desayuné enchiladas verdes. Al final me acerqué al puesto de revistas La palma: El Universal cabeceaba la nota: “Congreso reduce penas a delitos de portación de armas”.

Compré el periódico. El Universal relataba toda la historia:

En el 99, el Congreso Federal a instancias de Zedillo, para frenar el uso de armas de fuego en todo el país, endureció las penas de manera excesiva: a la portación de una pistola nueve mm. le fijó prisión de cinco a diez años y a la de una carabina 30-30 o un R-15, de diez a quince. Ni más ni menos. Tenía más pena que el delito de violación.

Toda reforma que combate las consecuencias pero no las causas está condenada a fracasar. Los reclusorios del país alojaron a campesinos por portar viejas escopetas y carabinas heredadas de abuelos revolucionarios. Queriendo reprimir delincuentes terminaron encarcelando ejidatarios y comuneros. Ahora, para remediar eso, Vicente Fox, había presentado una contra reforma que el Legislativo había aprobado.

Conseguí el Diario Oficial en la hemeroteca Néstor Sánchez. Me puse feliz. Los años de pena de prisión se redujeron: las de diez pasaron a tener cuatro y las de cinco a tres. La reforma permitía que las personas sentenciadas a diez años podrían obtener su libertad si la pena era reajustada a cuatro. Retorné en chinga, es decir, rápidamente a la oficina. Con Albis Franco, revisamos los expedientes de portación de arma de fuego de uso exclusivo.

El primer expediente que saltó a la vista fue el de Ulises. El viento de la rosa de Guadalupe le golpeó la cara. El delito por el que fue juzgado, que tenía como pena mínima diez años ahora tenía cuatro, es decir, ahora no rebasaba la línea negra. Haciendo el ajuste reductorio podría obtener un beneficio sustitutivo o la condena condicional y salir de la prisión.

Pero había un problema. Recuerden que aún estábamos en la obscura noche del medioevo y las reglas del proceso eran las de viejo sistema escrito e inquisitorial.

En el caso de Ulises ya habíamos agotado todo el proceso, la apelación y el amparo directo. No teníamos un mecanismo para hacer valer la reducción de pena. Puse de cabeza el Código Penal Federal. El artículo 56 apareció luminoso: la aplicación de la ley más favorable. Y me dije “de aquí soy”.

Promoví un incidente no especificado de aplicación de la ley más favorable y solicité la sustitución de la pena por tratamiento en libertad. 20 días después, el juez, sin que le temblara la mano, con valentía y generosidad, declaró procedente el incidente y otorgó el sustitutivo de libertad. El primer beneficiado en el país por la reforma foxiana fue Ulises. Fue el primer incidente de aplicación de la ley favorable en todo el país. Después la SCJN inventó el incidente de traslación de tipo.

Con la resolución encaminé mis pasos a la penitenciaría. Ulises brincaba de gusto. No podía creer que saldría de la cárcel. Se había hecho a la idea de permanecer seis años en prisión y aun no cumplía ni un año. Me dio las gracias y abandoné el residencial Ixcotel. Marqué a la señora Renata: “el número que usted marcó ha sido cambiado”.

El tiempo pasó.

Me olvidé del asunto como lo ordena el mandamiento laico de San Eduardo Couture. La vida siguió. Los feligreses de Simón de Cirene estábamos dispersos en todo el país y las redes aún no se inventaban. Envíe el incidente y la resolución a la superioridad para su difusión. En aquellos años previos a la guerra contra el narcotráfico, el trabajo de un defensor federal se constreñía a defender a portadores de arma de fuego y poseedores de marihuana y de vez en cuando algún servidor público por abuso de autoridad. Aun no se desencadenaba la violencia que hoy vive todo el país.

Pasaron tres años. En marzo del 2006 acudí a la penitenciaría y pedí al boquetero que llamara a las personas de la lista de visita. El boquetero empezó a mencionar los nombres. Lo vi bien. Se me hizo conocido. Abrí los ojos. Lo observé con detenimiento. Estaba flaco y pelón pero si era. Era Ulises. Si. Estaba en el interior de la penitenciaría.

—¿Qué haces aquí? Cuestioné.

Abrió los ojos. Apenado me respondió: Yo le avisé mi lic. Yo le avisé.

—No te entiendo, cuéntame, porque sigues aquí, porqué estás aquí de nuevo.

Ulises jaló aire. No le veía muchas ganas de contarme. Pero insistí. Entonces empezó a decirme:

—Cuando llegó el oficio de mi libertad marqué a Renata. Ella estaba en nuestra casa. Le dije que ya iba saliendo de la cárcel. Que ya me habían dado mi oficio. Me dijo “Estas loco. Saldrás dentro de cinco años. Eso me informó el licenciado Dobleclick.” No me creyó. Firmé el papeleo. Salí de la peni. Caminé respirando el aire frío de la libertad hasta la zona militar. Y desde el teléfono público le marqué de nuevo. A la tarjeta Ladatel, le quedaban 26 pesos.

—Continúa por favor. Le dije intrigado.

—Me contestó Renata. Le dije que escuchara el ruido de los carros, que estaba afuera de la cárcel. Que ya iba para la casa. Ella empezó a reír: “no seas mentiroso, me estás mintiendo”. Fui caminando, despacio, haciendo tiempo. Llegué al estadio de beisbol, volví a marcarle. Ella volvió a decirme que me tranquilizara, que no bromeara con eso. Avisé que llegaría en dos horas. Pero no me hacía caso. Seguí caminando y en la gasolinería Universidad volví a marcar: “ya voy a llegar, estoy por CU”. Escuché que estaba cocinando.

—Ajá y que más. Inquirí.

—Caminaba despacio. Haciendo tiempo. Quería llegar a casa y no quería llegar. Cuando estaba en El tequio volví a marcar. Estoy cerca, le dije. Llegaré en media hora. Molesta colgó el teléfono. Seguí caminando. La libertad me daba angustia y dolor de cabeza. Volví a llamarle: estoy a una cuadra de la casa. Ella me contestó: “deja de estar soñando. Saldrás en cinco años. No estés chingando”.

Ulises tenía un nudo en la garganta. Continúo el relato:

—Quité el alambre que sujetaba la puerta de lámina de Tecate. Y entré a la casa.

—Si, y que pasó. Pregunté compungido. Mientras a Ulises los ojos se humedecían.

—Ahí estaba él. Dijo Ulises —sentado en la cabecera del comedor que yo había comprado, Renata le servía la comida y las niñas jugaban de un lado al otro de la pieza. Era una escena familiar hermosa. Se respiraba la paz del hogar. Renata me miró con sorpresa, luego desprecio y finalmente con terror. El don me miró a los ojos. Yo ya lo sabía mi lic. No hay nada de lo que uno no se entere en este pinche lugar. Yo hasta conocía sus datos generales. Hasta me caía bien ese cabrón. Yo sabía que él las cuidaba, que las procuraba. Yo lo supe lic. Y nunca le dije nada a Renata, no se la hice de jamón. Me mordía uno y me apachurraba el otro. Yo prefería que solamente anduviera con él a que anduviera sola o a que anduviera con varios. Por eso cuando salí de la peni le avisé mi lic para darle tiempo al don que agarrara sus cosas y se fuera. Por eso caminé despacio para darle tiempo a que se fuera. Pero Renata no me creyó. Yo le avisé mi lic.

—Y que pasó, después, pregunté preocupado.

—El señor me pidió que me fuera. Que esa casa ya no era mi casa, que mi mujer ya no era mi mujer y que mi familia ya no era mi familia. De repente me quedé sin nada. Me emperré. Y al ver que yo me enchilaba tomó una pala y me pegó en la espalda, pero yo soy perro viejo mi licenciado. Y le dí a guardar la lezna en el estómago una y otra vez. Con esa lezna costuraba balón. Lo vi como chillaba de dolor y luego se quedó quietecito bien muerto. Se armó un desmadre. Renata gritaba y lloraba y abrazaba al difunto. Me miraba con odio infinito y a él con amor desmesurado. Salí corriendo por la calle Independencia, le pedí a un mototaxista sus servicios, pero me apañó la municipal y me trajeron de nuevo. Solo duré medio día afuera. La vida no es fácil. De Renata no he sabido nada, alguien me dijo que se fue a Chicago.

Tomó mi lista y en el boquete, con la voz quebrada, lo escuché decir:

“Daniel Aguilar Santiago, pasar al locutorio.

José Luis Figueroa, pasar al locutorio.

Yo le avisé mi lic.”

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