Mi regreso a la Zona Franca estuvo marcado por un suceso peculiar. El Oca I, mi barco pintado de naranja, halló ocupado su sitio en el muelle, y tuve que fondearlo en la rada del antepuerto, para esperar ahí que el área fuera despejada por el intruso que se atrevió a tomar como suyo un espacio que no lo era. Salí de la zona de muelles, y con la nube de la fatiga bien pegada a los ojos, zafé la cadena del ancla que se precipitó al fondo con un gozo solo comparable al que siente un adolescente cuando halla entrada a sus pretensiones de correspondencia amorosa.
Alicia tenía unos senos cordiales, hermosos como ellos solos, pequeños como dos mandarinas frescas y apetecibles; de la perfecta escultura de su cabeza, descendía una cabellera suave y lacia, que se derramaba sobre mis antebrazos cuando yo la abrazaba para hipnotizarme con sus pezones altivos. No hay, no habrá en el mundo ojos tan soñadores como los de ella, no desprovistos de su mesurado toque de lascivia, me miraba en ellos extasiado como en un espejo que reflejaba el mar de mi deseo. Sus labios se entreabrían como los pétalos de una flor cuando yo hurgaba en su entrepierna la otra flor primordial, esa que fue objeto de mis besos más elocuentes y esperanzadores. Todo eso lo tenía yo con Alicia, salida de no sé dónde, quizá de una pensión de colegialas, o de algún antro perdido en el vientre crapuloso de aquella ciudad un tanto mendaz y libertina. Pero ella llegó a mi alma en aquella época de intenso frenesí. Recorrimos todas las noches del Waikikí y el Bali Hai, y lo mismo bebíamos «medias de seda» por perdernos en la noción de la nada, que tomábamos helado hasta enronquecer para irnos tosiendo por la calle, para llegar a los chinchorros adujados del Oca I, y ahí consumar, al ritmo de su vaivén suave y discreto, el acto de fe que consiste en machihembrarse uno contra el otro hasta quedar agotados sobre esa cubierta, sin otro toldo más que el del cielo estrellado.
Motivado por la ausencia de más de cuarenta días, llegué a buscarla, y su compañera de cuarto me aventó una trola de aquellas: qué sus padres habían venido desde un pueblo perdido en la frontera chapina para llevársela sin miramientos ni excusas. No sin creciente congoja, salí de ahí para desaturdirme en el pinar que creció extrañamente frente al mar abierto; una, porque fue el lugar donde la conocí; dos, porque necesitaba esa paz sólo posible de hallar en esas soledades. Me senté a cavilar aquel desorden creciente y, cuando me disponía a izar el cuerpo para retirarme de ahí, oí risas y entre esas risas el cristal de una risa inconfundible, la de Alicia. No tardé mucho en darme cuenta que se hacía acompañar de un hombre fornido y ya mayor, que la agasajaba con palabras vehementes y con besos un tanto bruscos pero apasionados. No quise saber más, me retiré de ahí antes de que se percataran de mi presencia y llegué al antepuerto en donde el Patrón y la tripulación ya me esperaban con caras de contrariedad.
No hallaron el barco amarrado al muelle y lo tomaron como una omisión de mi parte. Ni siquiera me dejaron explicarles el motivo, porque ya era hora de partir y a esas alturas lo único que apuraba era hallar una piragua que nos pusiera sobre la cubierta del barco. Me vi en los menesteres de encontrar una y, por suerte, la pude hallar antes de que ardiera Troya. Me tocó cubrir la primera guardia con rumbo al Soconusco; durante el trayecto los delfines iban saltando frente a las amuras como si fueran parte misma del mar. Cerraba los ojos en el esfuerzo por borrar de mi mente el recuerdo de Alicia. Al pasar frente a La barra de Tonalá, sentí una mano sobre mi hombro, una mano franca y ruda, como suelen ser las de los viejos troleadores de aquellas pesquerías. «Tranquilo muchacho», me dijo, «apenas empiezas, y esta vida es de fatigas y desengaños», «a la vuelta ya debes llevar la mente despejada para darle otra oportunidad a tu corazón». Se retiró prudentemente y yo sentí con viva emoción que, en ese momento, a muchas millas, estaba apenas saliendo de la Zona Franca, ese lugar en donde fui inmensamente feliz en los brazos de Alicia.
Fer Amaya