César Rito Salinas
La carretera 190 atraviesa los Valles Centrales y llega hasta el Istmo de Tehuantepec, entronca con la Carretera Panamericana Cristóbal Colón, que sale en el puerto de Salina Cruz; si se hace el viaje de Oaxaca al Istmo, en cada parada de taxis colectivos, camionetas de pasaje o autobuses se observa a grupos de migrantes que intentan cobrar invisibilidad para pasar junto a vecinos y autoridades.
En esta carretera, la 190, por un pelo de rana, un día salvé la vida. En verdad, por nada y no la cuento. Venía cuesta arriba, de Tehuantepec a Oaxaca, en la subida asfaltada se veía el lomerío, las curvas en descenso. De pronto, de la nada, vimos bajar -atravesado- un remolque de un camión de doble cisterna; conducía un auto largo, la polvareda que despedía aquel remolque era grande, apenas y pude subir al talud del cerro apretados los puños sobre el volante.
En la carretera 190 conocí amigos, terrores sin fin.
En los días del pasado la carretera era de las más accidentadas del territorio. La gente le tenía miedo. Fueron innumerables las historias de conductores que, vencidos por el sueño, terminaron con su unidad en el barranco.
La 190 tenía fama, también, de peligrosa. Había días, noches, madrugadas en que se registraban asaltos a camiones de pasajeros, se hablaba de violaciones tumultuarias realizadas como en extraño ritual. Luego, tocó el turno de las plataformas cargadas con el cemento, salían de Lagunas y, en la cuesta de Portillo Nejapa, eran asaltadas para robarles la valiosa carga.
Hubo un tiempo en que las plataformas con cemento viajaron escoltadas.
Cada carretera está cargada de historias, el mayor sueño de la humanidad es migrar, hacer el periplo de un sitio a otro; trasladarse tendrá algo de divino, misterioso, que hay quien se juega la vida por llegar a conocer paisajes nuevos, panoramas vistos en los sueños.
Para mi que las carreteras deben ser parte de los cuentos de hadas, por misteriosas y bellas, que nos conducen a la tierra de nunca jamás.
Tengo por costumbre sentir que soy otro en cuanto piso la escalerilla de ascenso de un autobús. En casa de mis padres, barrio Santa María, Tehuantepec, en la Parada del 18, junto al radiotécnico Nacho, el Evangelista -antes de llegar a la Y de la Gasolinera-, cada tarde veía tras la ventana de la casa a la gente que migra y pasa junto a un patio donde un niño con ojos de asombro espera el instante en que la luz pasa a lo oscuro, cuando los autos encienden sus faros.
Esa es la hora del cambio, el instante en que las formas mutan. Antes y ahora la gente de Oaxaca está llena de historias de carretera -quizá en el temor al camino nace el amor al pueblo, al barrio, a la esquina de la cuadra de la casa de nuestros padres-. Los Valles Centrales, por estos días, se llenan de historias protagonizadas por colombianos, ecuatorianas. Venezolanas.
Imagino que un niño, desde su ventana, los mirará pasar mientras escucha ese otro español cargado de otro tono; para mi que desde esas voces levantará los sueños que guiarán sus días del porvenir.