Isela de Oaxaca y Daniel de Coahuila se conocieron en una maquila de Ciudad Juárez hace 15 años. Luego de casarse decidieron irse a San Lucas Ojitlán, con sus hijos, porque se acabó el trabajo en el norte. Hoy son una familia mestiza en un pueblo muy pobre luchando por sobrevivir tras la experiencia en una tierra de fábricas.
Karla Arrazola
Tuxtepec.— Las maquilas de Ciudad Juárez son una isla donde todos los días miras los mismos rostros entre el metal y el plástico. Boquetes de cemento aislados a las afueras de la ciudad, donde trabajando para industrias gigantes, hombres y mujeres que huían de la pobreza o la violencia, hacen familias.
Se conocen, se enamoran, se separan, y un día cuando el trabajo se ha acabado o los padres se enferman, vuelven a sus viejas casas en algún lugar perdido en el sur, y creen con la esperanza atravesada, que pueden comenzar de cero con el mundo encima. La de Isela, una joven mujer indígena chinanteca y Daniel, un mestizo tsökï de Coahuila es una historia de esas.
Migrar de joven, volver con hijos
Isela Regules Ortega migró a Ciudad Juárez cuando tenía 15 años. Además de ella, cuatro de sus hermanos buscaron antes suerte en Chihuahua. Regresó en agosto del 2016 a la sección cuarta de San Lucas Ojitlán , una de las cinco áreas urbanas del municipio de San Lucas Ojitlán con dos de sus hijos. Daniel de 13 y Blanca de 11. La tercera, una beba en brazos, Adriana Guadalupe, de dos años y medio nació en la comunidad chinanteca con alto grado de rezago social enclavada en la zona de presas de la Cuenca del Papaloapan.
Isela es de tez morena, ojos café oscuro y cabello negro, lacio. Abre su casa y ofrece un plato de amarillito cuando nos permitió entrevistarla. Su vivienda es de palma, el olor a leña está impregnado en las paredes.
Cuando me fui a Juárez me recibieron dos de mis hermanos, yo tenía 15 y acababa de terminar la secundaria. Apenas ingrese a la maquila, me dieron seguro médico y un buen sueldo, aprendí rápido a armar herramientas”, cuenta sentada en el comedor. Mientras comemos, el padre de Isela se mece en la hamaca y nos enseña los abanicos que vende de palma tallada y su madre nos mira silenciosa desde el patio de tierra colorada, mientras guarda en el canasto de madera los hilos con los que borda prendas ojitecas.
Ella dice que la migración fuerte en su municipio comenzó en 2008 y de acuerdo con datos del Panorama Sociodemográfico de Oaxaca 2020, la principal causa es la falta de trabajo y alcanzar a la familia, mientras que un porcentaje menor lo hace por inseguridad.En su caso, Isela trabajó en la maquiladora Pecsa, conocida como Yazaki, en la elaboración de arneses. Sus manos pequeñas fueron perfectas para el trabajo minucioso. A pesar de que estuvo diez años dice que Juárez nunca le gusto, era un lugar inseguro.
“Estaba todo el tiempo el tema de los feminicidios, teníamos que guardarnos en la casa que rentábamos saliendo de la fábrica. Había una especie de toque de queda entre nosotros a las 7 de la noche, yo era menor cuando llegué y me daba miedo, ganar buen dinerito tiene un costo profundo”, relata.
Cuenta que su sueldo era de 800 pesos semanales. Tenían cafetería, ahorro, seguro, aguinaldo y utilidades. Todo lo que establece la ley. Era la mejor maquila en aquel entonces, con contrato por tres meses. Su horario era de 6:30 de la mañana a 3:30 de la tarde. Desayunaba en 25 minutos y comía en media hora. En esos lapsos de rutina fue cuando conoció a Daniel, un tipo alto y norteño, un extraño trabajando en la industria donde eran casi exclusivos los trabajadores sureños. Isela regresó a Ojitlán porque su mamá enfermó y no había quien la cuidará.
—¿Qué sentiste cuándo regresaste?—, le pregunto.
—Se sintió bien, regresé al lugar donde nací. Extrañaba la comida de aquí, molito de masa con pollo de rancho, todo fresco, hierba mora, ejote, nopales. En el norte sólo comen alimentos congelados, mucha, mucha papa—, dice mientras ríe.
“Cuando me fui a Juárez me recibieron dos de mis hermanos, yo tenía 15 y acababa de terminar la secundaria. Apenas ingresé a la maquila, me dieron seguro médico y un buen sueldo”, dice Isela
Sus dos hijos mayores luego de varios años entienden el chinanteco, pues los papás de Isela lo hablan todos los días como 82.78% de la población de esta comunidad que conserva su lengua indígena, 99.1% de ellos el chinanteco, de acuerdo al Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi). Para Isela la lengua fue uno de sus principales elementos de identidad y confiesa que para no perderla, en Chihuahua tenía que hablar sola y aun así olvidó un poco el acento.
El norteño tsökï de corazón chinanteco
San Lucas Ojitlán se ubica a una hora 10 minutos de la cabecera distrital de Tuxtepec, Oaxaca. El recorrido es pasar del asfalto caliente de la carretera a un entorno verde, mirar los campos de caña recién cortados, por que acabó la zafra, y observar los cerros verdes con siembra por igual de café o maíz.
Daniel Alberto Mendoza Lozoya tiene unas horas de haber regresado de Chihuahua a la chinantla oaxaqueña. En el pueblo de Ojitlán es un tsökï que significa foráneo, le dicen así a las personas que no hablaban la lengua chinanteca. Debió venirse del norte porque se acabó su contrato con la maquila donde trabajaba, desde hace cinco años toma empleos temporales, va y viene a Chihuahua por temporadas. Está cansado de los cambios drásticos.
En Ciudad Juárez fue cargador en fruterías hasta que cumplió los 16 años, edad mínima para trabajar en la maquiladora en donde laboró hasta los 32. Dice que es difícil buscar empleo y estar en una lista negra de personas que, a causa de la inmadurez de su juventud, no pueden trabajar más en los lugares en donde quedó el registro. Hace dos años, por ejemplo, pagó el precio a su regreso a Ciudad Juárez: sólo consiguió empleo por cincos meses en la maquiladora Electrocomponentes de México (ECI) y tras rescindirse su contrato, decidió volver al sur con su nueva familia.
De alguna forma, dice, Isela le cambio la vida. Por ella ahora vive en Oaxaca. Al interior de la vivienda el calor no da tregua. Apenas llegó del norte comenzó a trabajar como repartidor de tortilla con apoyo de una motocicleta que adquirió en pagos. Isela se sienta a su lado izquierdo, su suegra frente a él, mientras sus hijos se asoman a la puerta para ver a la visita.
“Tenía 32 años cuando llegue a Ojitlán, me costó algo de trabajo con mi suegro, batallé para entrarle al trabajo del campo, en la milpa”, relata.
La necesidad de empleo lo llevó a Tuxtepec e hizo que trabajara como montacarguista en una cementera, pero permaneció poco tiempo. El comercio y la agricultura son las principales actividades económicas en San Lucas Ojitlán, según datos del censo económico del Inegi, así que tampoco hay muchas otras opciones para Daniel.
Durante cincos años laboró en un restaurante ojiteco que ayudó a construir y cocinaba comida típica norteña y tacos, señalando el puesto que aún conserva dentro de la casa y que tiene el propósito de abrir otra vez.
—¿No extrañas algo de Juárez?, le pregunto.
—En mi mente no me miro allá, yo me miro que muero en este pueblo, no hablo el idioma, pero me siento más ojiteco que tsökï—, responde convencido.