NÉSTOR Y. SÁNCHEZ ISLAS
Vivimos en un país en que ser víctima es una situación que, de manera anómala, hemos normalizado.
Tenemos a los más mediáticos, los mercaderes del victimismo, ejemplo cínico la Sección 22 y sus grupos satélite en los sindicatos de gobierno y muchos de aquellos que han convertido en un modo de vida el hacerse siempre las víctimas. Comunidades enteras se han vuelto profesionales de ello, sus dramatizaciones cuando no son ridículas resultan inverosímiles.
Pero existen víctimas reales, un exceso de víctimas para un país de leyes. El abandono del Estado a su obligación primaria de dar seguridad a sus ciudadanos provoca un vacío que, de manera inmediata, es aprovechado por todo tipo de grupos criminales. Hay en México millones de personas que son, en este mismo momento, víctimas de algún delito. Minimizamos los hechos de poca monta ante la brutalidad del crimen organizado, pero para una persona es muy doloroso que la despojen de un pequeño celular a una propiedad, de la libertad o de la vida misma.
No todos tienen la sensibilidad para solidarizarse con los demás. Existen tantos crímenes que resulta irrelevante para muchas personas. No saben, no conocen el dolor, la incertidumbre, el estrés, la impotencia, la frustración, la amargura ola rabia que viven todos aquellos que han sido abusados de alguna manera. Hay quienes solo son capaces solidarizarse hasta que se convierten en víctimas de alguien más.
Más grave aún, y absolutamente condenable, los crímenes y abusos que se cometen desde el poder por aquellos que, usando las instituciones del Estado como arma de venganza o crimen, cometen toda clase de delitos a sabiendas de que, por el momento, ellos son la ley, que sus relaciones, contactos e influencias los protegerá mafiosamente con un manto de impunidad.
Crímenes desde el Estado los tenemos presente. El asesinato de María del Sol, hija de la periodista Soledad Jarquín, sigue impune. Ella, como madre, vive todos los días la rabia y la frustración de no recibir justicia y si, en cambio, ser victimizada una y otra vez con amenazas e indiferencia.
La joven saxofonista María Elena Ríos, otra mujer víctima de alguien que tuvo en sus manos el poder del Estado a su disposición. Lo usó con la seguridad de que quedaría impune. Lo ha logrado en parte dado que, si bien está privado de la libertad, su hijo cómplice y su familia siguen gozando de todo aquello que le niegan a la víctima: el derecho a vivir dignamente. A estas alturas, la joven y su familia no han recibido la indemnización a que tienen derecho. Las instancias del Estado siguen al servicio del victimario.
Periodistas asesinados, personas despojadas de sus bienes, tráfico de influencias, abuso de autoridad con la prepotencia que otorga ser funcionario, intimidaciones, amenazas o el abuso de la información privilegiada que disponen son crímenes que comúnmente cometen quienes tienen las riendas de las instituciones. Es común ver como una persona se vuelve loca al darle poder.
Dice la ONU que se entenderá por «víctimas» las personas que, individual o colectivamente, hayan sufrido daños, inclusive lesiones físicas o mentales, sufrimiento emocional, pérdida financiera o menoscabo sustancial de los derechos fundamentales, como consecuencia de acciones u omisiones que violen la legislación penal vigente en los Estados Miembros, incluida la que proscribe el abuso de poder.
Y dicen las leyes mexicanas que la reparación del daño es una obligación que se debe imponer al victimario para tratar de reparar el daño, de manera oportuna, plena, diferenciada, transformadora, integral y efectiva. Eso dice la ley, pero pocas veces se cumple porque es casi un deporte la impunidad que padecemos todos.
La víctima tiene derecho a una indemnización, a la restitución de sus bienes o al pago de estos a valor actualizado. Al resarcimiento de los perjuicios, al costo de la pérdida de oportunidades, a la reparación de la pérdida de ingresos perdidos y, muy importante, al restablecimiento de la dignidad de la víctima, una disculpa pública, la aceptación de la responsabilidad y la garantía de la no repetición.
Eso dice la ley, pero casi es letra muerta. Lo vemos a nivel nacional con los cercanos al presidente; lo padecemos en Oaxaca con los cercanos a cualquiera de los tres poderes. Y duele más cuando el que ejerce el abuso ni siquiera es el funcionario sino un familiar.
En Oaxaca hay una ola de despojos cometidos por funcionarios. Operan impunemente. El ciudadano común está en la indefensión ante el control del aparato estatal del que gozan. Cínicos y prepotentes porque creen que pueden librar acusaciones en contra.
El arma de los ciudadanos contra esta clase podrida son los medios, hacer públicos los casos, exhibir en redes sociales las denuncias y exigir un fuerte castigo para el ladrón. No esperes a ser víctima, alza la voz y, al ladrón hay que llamarle ladrón, aunque sea un alto funcionario.
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