Fer Amaya
El síntoma más destacado de la conversión de Obdulio Arcángel, de mortal a inmortal, se presentó un día en el que estaba comiendo langosta al mojo de ajo.¿Te habrás dado cuenta de una cosa, Obdulio? Le dijo su mujer. Y él respondió con una profunda convicción: Si, no voy a morir nunca.
Para corroborar tal presunción, fueron a todos los hospitales del área y en cada uno le ratificaron su condición de inmortal, por haberle hallado, cosa que él no comprendía, una nueva cadena de ADN. Ante el imponderable, Obdulio se dispuso a vivir como lo imponía su nueva condición, sin preocuparse por tener que lamentar el día infausto de su ya inconcebible muerte. La rutina siempre fue la misma, sólo que ahora prolongada al infinito, por así establecerlo el extraño don que el personaje nombrado contrajo, sin deberla ni temerla.
Había en torno a Obdulio una especie de tiempo estático que le permitía ver nacer y morir a los de su prole, sin que él lo pudiera remediar en absoluto. Por el tiempo en que lo conocí, ya acumulaba la no despreciable cifra de doscientos años, así que por él conocí las andanzas de mis abuelos hasta tres generaciones antes. La única ventaja que le redituaba su condición de inmortal era esa memoria siempre fresca, con la que nos repasaba la historia de una comunidad que, como él, se resistía a morir a pesar de las carencias y abundancias por las que obligadamente pasó.
En cierta ocasión, casi sin proponérmelo, me lo fui a encontrar sesteando cerca del río, a la sombra de una inmensa parota. Buenos días, buenos días, nos dijimos y empezamos una plática muy animada y sustanciosa. Por él supe que mi padre, de joven, anduvo lejos del rancho, buscando el sustento de la familia allá por aquellos rumbos de las fincas cafetaleras; supe también que mi abuelo escapó ileso de la cárcel en Ocotlán, minutos antes de que le dieran paredón en la Guerra Cristera; pero el que sí se voló la barda, me dijo, fue tu bisabuelo, porque los carrancistas le dieron paredón y sobrevivió.
A mí me va a tocar, comentó muy seguro de sí, contarle a tus nietos y bisnietos, que te gustaba cantar y tocar la guitarra; por qué, sabes, te diré que lo único comparable con no morir es cantar todo el tiempo, cantar para uno mismo y para los demás. Casi al final de la plática, dio medio giro sobre el torso y, a dos manos, trajo, desde detrás de la raíz de la parota, una enorme sandía, la colocó entre ambos y me invitó a disfrutar de ella diciéndome, medio en serio medio en broma: come muchacho, este es mi secreto para no morir, come sandía, quien quita y termines por hacerme compañía en eso de vivir para siempre.