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viernes, septiembre 20, 2024

La calle del Alhelí | Desvelos

Reportajes

¿Qué hago

Yo detrás de los ojos?

Rafael Cadenas, Presencia

De lo que brota en las horas de la madrugada, de lo que se escucha y mira dejo constancia en esta columna.

Uno

Si pudiera escribir de la bañera, de las cuatro patas cortas de la bañera vieja, del oxidado zinc del váter que se levanta junto a la cabeza de la bañera como un rey destronado, hundido; del olor a mierda que ronda entre el váter y la bañera. Pero debo hablar del tiempo de la Prohibición, de la época del alcohol hecho en casa, en la bañera, del tiempo de la ley que perseguía a distribuidores y productores de alcohol; del sitio de la producción en el pestilente baño. Me doy cuenta, entonces, que debo hablar de los ricos cocteles, del sabor de la sal sobre el cristal, de la aceituna verde atravesada por el palillo, de la cereza qué flota en su particular océano de trago. Del tiempo de la Prohibición, del alcohol ilegal hecho en casa salieron los cocteles que hoy disfrutamos; sal y azúcar fueron, en un principio, utilizados para ocultar el sabor del óxido. Los gringos lo ocultan todo -y aquello que ocultan, lo venden. El dinero tiene su origen en la mierda. Si, pienso en Hemingway, quisiera hablar de los cocteles hechos en la bañera repartidos por el mundo con alta fama y prestigio.

Dos

Por nada, por un acto de alquimia ella me dijo cambiemos del sitio en la cama. Por alquimia cambiemos de sitio en la cama dijo ella, y perdí el sueño. Acá me tienen con una luz de la vela reflejada en el miope espejo. Escribo; cambiemos del sitio en la cama.

Tres

Ahora duermo con una lamparita. Si se me pierden las letras me acerco a su pensativa luz. Este recurso de caminar la noche pegado a la lamparita me trajo buenos resultados. El primero, mi mujer duerme mejor, ya no la despierta el ruido de mil gallinas picoteando granos de maíz que producen mis dedos al golpear la superficie del dispositivo donde escribo; segundo beneficio, como a nadie molesta mi actividad escribo a diario, todas las noches. Ya me dijo, alegre, la señora; a este paso te sacarás un premio.

Cuatro

Que quita ni que ponga, que apaga la televisión. Óyelo para que lo escuches, para que te lo grabes. En la cama se agarra el sueño, en la cantina se hacen amigos, los amigos te ofrecen trabajo. Escucha, no hay mejor lógica que la lógica que cargan los poemas que carecen de sentido. Para entender las palabras debes escuchar, el mar lo miramos profundo no por su enorme extensión sino porque nunca calla. Míralo para que lo veas, te digo para que me entiendas, para oreja, presta oídos; de los sonidos se hicieron las palabras, de las palabras vienen los nombres.

Cinco

Si tan solo pudiera olvidar los significados, seguir el hueco que dejan las palabras cuando pasan por tu rostro.

Seis

En la mañana muy temprano desperté por el canto de un ave. Las horas del amanecer son sonámbulas, caminan de puntitas para no despertar a los habitantes de la casa. En la mañana digo, decía, pensé decir: desperté por el canto del ave, serían las 3:45 de la noche. El canto sonó como a velorio, queja profunda, sentida despedida. Mi oído distinguió un poema, los poetas sabrán que a esa hora los poemas se localizan en la mano, cerca de lo oscuro, en el contacto de los dedos con el cuaderno mientras el lápiz se hace un sitio entre el sueño y la pausada respiración. Digo que me despertó el canto de un ave, pero volví a dormir.

Siete

Ella me enseñó los besos, y a poner la basura orgánica dentro del congelador. El camión de la basura pasa muy temprano los sábados, pero hay semanas que nos quedamos sin servicio. Y las moscas, usted sabe, las patas peludas, la cabeza enorme, las verdes alas. Ella me dijo no aguanto las moscas y sacó tasajo, chuletas, los cubitos de hielo. Solo quedaron los desechos en el congelador. En la noche despierto, temeroso de que se vaya la luz en nuestro edificio.

Ocho

Mi mujer me llevó con la señora de los masajes, dijo, arregle usted su cuello, está torcido, se niega a dar besos. La mujer que me recibió en condición de inútil para los besos me pidió tenderme sobre una camilla, colocó electrodos sobre el tensó cuello. Preguntó, ¿en qué trabaja usted? Escribo, dije. Con razón, dijo, y aplicó una dosis de electricidad sobre mi torcido cuello, que se negaba a girar en la práctica de los besos

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